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Han pasado doce años desde aquel Mundial de fútbol que provocó que, de pronto, millones de habitantes de este país se sintieran muy mucho españoles. Durante años hemos tenido que soportar la presencia de banderas nacionales en los balcones, cosa que afortunadamente va cayendo en el olvido. Ayer se celebró la Fiesta Nacional, un truño militarista que trata de recordar que hace más de quinientos años un italiano alcanzó las costas americanas por error y cambió el mundo para siempre. Respeto a quienes sienten ‘orgullo’ de ser españoles, aunque no lo comprendo. No veo cómo uno puede sentirse orgulloso de algo que le viene de fábrica, que no ha movido un dedo por conquistar. Creo que alguien debe sentirse orgulloso de sus logros, del fruto de su esfuerzo, no de lo que es producto de la mera casualidad. ¿Orgullo de rubia, de ojos azules, de estatura, de nacionalidad, de religión? Nada de eso requiere trabajo, tesón, empeño. Pero, bueno, cada cual es muy libre de sentirse orgulloso de lo que quiera. Incluso de ganar aquel mundial, aunque los jugadores que lo consiguieron eran perfectísimos desconocidos para quienes vitoreaban a gritos y ondeaban banderitas como locos. Lo triste de este asunto es que ser muy español –como muy hondureño, israelí o danés– supone que debes ser capaz de dar tu vida por la patria. Ese es el sentido de la nacionalidad, del militarismo que reviste esta supuesta fiesta, una aberrante idea de sacrificio en aras de una entelequia que en realidad no existe. Somos españoles porque lo pone nuestro carnet de identidad. Seremos patriotas si estamos dispuestos a morir –ojo, y también a matar– en nombre de esas fronteras que también se forjaron en el pasado a base de sangre, dolor y barbarie.