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La palabra autodeterminación estuvo muy de moda durante unos años, cuando España despertaba del franquismo y de pronto mucha gente se interesaba por algo hasta entonces casi inédito: su identidad. Al margen de ser Juana o Manolo, los habitantes del país empezaron a cuestionar cosas. Casi todo, en realidad. Fueron tiempos en los que pensar también se puso de moda, como reflexionar e incluso lanzar hipótesis que podían debatirse. Hubo, aunque ahora parezca imposible, algo parecido a una clase intelectual que, cuando hablaba, los demás callábamos para escuchar con deleite. Todo eso ha quedado atrás, como tantas otras cosas que murieron con el siglo veinte. Este nuevo es completamente distinto, un cambio de paradigma, lo llaman. Y en este milenio lo que prima es la corrección política, unos márgenes súper estrechos de los que no puedes salirte ni un milímetro porque te tiran piedras, o te someten a eso que llaman «cultura de la cancelación», como si tu vida, tu voz, tu aportación al mundo pudiera borrarse con solo pulsar la tecla ‘delete’.

El caso es que estos días la palabra ‘autodeterminación’ regresa a la prensa, pero ya no en clave de pueblos o naciones como antaño, sino en clave personal. El individualismo tan propio de la ideología económica liberal toma posiciones. Cada persona tiene derecho a la ‘autodeterminación’, cosa estupenda. Pero, oh, no a la hora de hacer con su vida lo que desee, por más loco que sea, sino solamente a la hora de plasmar en su DNI el género al que cree pertenecer. Es decir, cada cual podrá inscribirse en los documentos oficiales como hembra, varón o lo que sea. Valiente libertad. Hubiera sido más sencillo eliminar el engorro de tener un DNI y así todos contentos.