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Todos hemos tenido dieciocho años en algún momento y la mayoría lo recordamos. Incluso se nos desata la sonrisa o el bochorno al hacerlo. Éramos cachorros revoltosos y juguetones que algún día, con el paso de los años y de los golpes, nos convertiríamos en lo que somos ahora. Yo, qué quieres que te diga, me prefiero a mí misma a los 18 mil veces antes que a la yo actual. Todo eran ideales, planes, anhelos... y, sobre todo, alegría. Una alegría despreocupada y desbordante que te llevaba en volandas, de una idiotez a otra, algunas salvajes, otras simplemente divertidas. Estábamos explorando el resbaladizo terreno de la vida y en unos momentos dominaba la fuerza de la razón –y las advertencias agoreras de nuestros mayores, que entonces tenían mi edad– y en otros te dejabas llevar.

¡Y menos mal que lo hicimos cuando tuvimos oportunidad! Porque luego te transformas en un adulto y adquieres una pesada mochila de responsabilidades, normas, servidumbres, compromisos. Y la seriedad. Maldita. Adiós a la atractiva idea de hacer el loco, de gritar, de insultar al que te cae mal, de desobedecer. Esta semana se ha armado la de dios porque los chavales de un colegio mayor de Madrid han lanzado ridículas proclamas sexistas a las chicas de enfrente, que seguramente se estarían meando de la risa.

La raza política ha salido enseguida a la palestra a lamentar el espectáculo por machista. Y sí, lo es. No refleja desde luego el ideal políticamente correcto que nos constriñe hoy. Está feo decirle puta a una chavala, claro que sí. Pero no tiene mayor importancia. La chica ya le habrá respondido con alguna otra burrada. Son cachorros, están dominados por la testosterona. Ya crecerán. Y se volverán aburridos y medirán cada palabra.