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Cuando uno quiere reflexionar sobre las preocupaciones del momento, lo primero que percibe es que son diferentes según la posición social, nivel cultural y económico, o medio de comunicación que vehicula las noticias. Pero existen unos niveles de percepción generalizada de nuestros problemas. A Pedro Sánchez le preocupa cómo no dejar La Moncloa; a Alberto Núñez Feijóo cómo llegar a ella, pero hoy a la generalidad de los mortales lo que nos preocupa es sobrevivir desde la inseguridad en que nos movemos.

Para nuestras anteriores generaciones, en que todo les aparecía reglado, lo importante era avanzar, bien en dinero, comodidad, o mejora de su estatus social. Recuerdo, de niño, que lo que esperaba nuestra clase media era poder pasear los domingos con la novia, parientes o amigos, dando vueltas al Borne. Se formaban filas, todo el paseo quedaba abarrotado, y al igual que en ciertos restaurantes, iglesias o lugares de reunión, nuestra presencia acreditaba el rango de quienes ocupábamos espacios públicos. También preocupaba comer un terrible chocolate o carne algún que otro día a la semana, poseer una radio para estar informados o divertirnos con seriales, y desde luego disponer de trabajo y estar pendientes de que no subiesen los alquileres de la vivienda, puesto que el noventa por cierto de estas, hasta que llegó la ley de propiedad horizontal establecida por Francisco Franco, estaban alquiladas. La medida hizo más accesible su propiedad a favor de la clase media e incluso inferior a esta.

Hoy, gran parte de nuestras preocupaciones comunes ha cambiado. Antes aspirábamos a mejorar, ahora a no empeorar. Existe un clima generalizado de que más vale que no nos toquen el chiringuito porque iremos a peor. Cada vez que se anuncian novedades, muchos comenzamos a temblar, bien sea en la modificación de los impuestos, de la educación, del acceso a puestos de trabajo o de los sistemas de jubilación. Aumenta la inseguridad y sin embargo nunca habíamos estado más informados. Un simple aparatito nunca soñado, llamado móvil, nos da el pronóstico del tiempo, los datos de la guerra en Ucrania, la subida de los precios, los índices de criminalidad y la bajada de nuestras cuentas bancarias. Pero, ¿y la certeza de la noticia? Según el canal televisivo en que te muevas, jamás mayores abismos en la exposición de la verdad. De ahí el agnosticismo dominante. ¿Creer en qué? Lo único que tenemos claro es que desaparece la ‘bona gent’ y aumentan los cabrones. Ayer mismo, los telediarios informaban de que una señora había descubierto perdidos en la calle quinientos euros. Los llevó de inmediato a la comisaría más cercana, pese a ser una indigente. La noticia, por su excepcionalidad, era de carácter nacional.

Ahí radican nuestras preocupaciones, en lo inaudito de ser honesto o creyente en un orden que nos salve. Hay que salir a la calle y disfrutar. Sin embargo podríamos volver y no poder entrar en casa, armándonos de paciencia para que algún día nos sea devuelta.

¿Solución? Toma de conciencia y movilización ciudadana; demostrar que estamos vivos, en una sociedad sin extremismos ni odio generalizado. ¿Te apuntas, amigo lector? Aúun se puede tratar de humanizar al hombre y deshumanizar a los animales. No tratemos de cambiar la naturaleza de los seres y de las cosas. Una simple tormenta de otoño nos lo enseña.