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Si no consigues ordenar el mundo, ordena tu armario. Vaciar un armario de ropa que nunca usamos, objetos que ya no significan nada o que son restos de un naufragio, es un ejercicio muy tranquilizador. Cuando abrimos las puertas de un armario, es como si intentásemos ventilar la vida, alejar el olor a humedad, a tiempo que no vamos a recuperar.

Me encanta ordenar: abrir cajones y acariciar piezas a veces olvidadas, aquel recuerdo de un viaje que se me perdió entre jerséis, un regalo que alguien me hizo en otro tiempo y que me ayuda a recuperar la sonrisa. En los descubrimientos, encuentro partes mías que se habían quedado dormidas en el cofre de mi misma. Los recuerdos nos saltan como aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, cantaba Serrat. En la constatación de todo lo que ocupa todavía un espacio que no le corresponde, nos entrenamos en el desprendernos de lo que se ha convertido en innecesario, superfluo.

La vida nos enseña a valorar lo que tiene un sentido y a desprendernos de lo que carece de significado. Las cosas existen mientras se vinculan a nosotros, la historia que escribimos y a la vida.
Ordenar es poner límites al caos, alejar lo que sobra, acercar lo que nos pertenece para siempre.
Si no podemos salvarnos del caos, intentemos poner orden a lo que tenemos cerca. Compremos agendas, cuadernos de notas, calendarios. Apuntemos lo que se nos escapa y retengamos los sueños, que todo lo calman.