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Desenfrenados, dirigentes autonómicos se han lanzado de bruces contra el muro de los impuestos. Todos van haciendo sus promesas: reducciones de tasas, de impuestos propios, incluso eliminación de alguno de ellos. La locura antitributaria se contagia, como un virus económico: se trata de demostrar quién llega más lejos, por lo que se ve; quién sorprende más y mejor; quién realiza las declaraciones más llamativas para captar la atención de los medios de comunicación. Es una verdadera subasta, en la que esos políticos juegan con los tributos como si se tratara del mus o del póquer, faroleando y haciendo gestos hacia sus parroquias. Faltan los dos huevos duros de los hermanos Marx: sería el culmen perfecto. Al electorado al que se dirigen se le debería explicar qué se dejará de hacer a partir de los recortes en las recaudaciones impositivas. La demagogia populista está servida. El despropósito, alucinante. La decepción, mayúscula.

Los comicios próximos, en menos de un año, promueven este tipo de conductas, centradas en una parte de la política económica, la de los impuestos, a la que se desgaja del conjunto de aquella política pública general. Es como si fuera posible cumplir con el resto de promesas que, bien seguro, esos mismos dirigentes van a formular, promesas que inferirán gasto público, pero con la aminoración de los ingresos públicos. Porque lo que se vocifera –que no se engañe por más tiempo– es que éstos se van a reducir.

Las opciones conservadoras han llevado el agua a su molino, cuando lo que se debe explicar, desde las posiciones progresistas es, precisamente, lo que se está haciendo con los impuestos, y lo que se va a hacer en el futuro con ellos. Ese es el debate serio en política económica, no quién tiene la mano más larga recortando impuestos que, como desenlace, va a significar pérdida de servicios.

El tema se ha extendido, incluso, a reputados economistas académicos, que no se posicionan con claridad ante tales promesas. En un sí pero no, alguno de ellos adopta ese axioma que, jocosamente, se aduce en economía: ser oscuro ya que no se puede ser profundo. El desconocimiento de la historia económica más reciente es pasmoso, desesperante. Pero lo más curioso es que en instituciones financieras de perfil ortodoxo, las tornas son distintas. Philip Lane, economista-jefe del Banco Central Europeo (poca broma), aboga por aumentar los tributos a los más ricos y a las empresas más rentables para paliar los efectos de la crisis a los más vulnerables: para protegerlos. Y eso se defiende, precisamente, para incidir contra la inflación. Por su parte, desde la Comisión Europea se advierte que bajar los impuestos es menos útil que la promoción de ayudas a los colectivos con mayores dificultades. Estos mensajes deberían ser captados por los protagonistas del carrusel fiscal. Imagino que deben confiar en que sus reducciones tributarias serán compensadas por el gobierno central a través de la financiación autonómica. Un maquiavelismo imperdonable.

El carrusel gira y gira. Pero, ante tanta irresponsabilidad fiscal, el final del viaje va a ser lamentable para muchos, si esa estulticia económica se instala.