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La leyenda mallorquina atribuía a los menorquines extrañas naturalezas. Se decía que el viento de Tramuntana y los temporales procedentes del Golfo de León dañaban sus seseras. Por lo general se les veía amarrados a su Isla y melancólicos, dedicados a beber su gin y a manufacturar quesos, bisutería y calzado. Imposible entenderse con ellos, otro mundo. Algo de altivez mallorquina debía existir por esa manera de ser, tan suya, y de envidia por sus fiestas, tan reglamentadas y alborotadas a la vez. Lo cierto es que los menorquines ya hace tiempo que se quitaron de encima los viejos tópicos. Algunas de sus industrias se han internacionalizado. Han sabido enfocar su turismo hacia la calidad. Han conservado el medio ambiente y el patrimonio, un respeto que proyectan en imagen. La reconversión de la abandonada Illa del Rei en un centro histórico y cultural de primer orden es un ejemplo perfecto de cómo hay que hacer las cosas. Y este es un logro exclusivo de voluntarios. Sin embargo, el Consell de la Isla parece anclado en los tiempos talaióticos. Esta institución tiene extrañas ideas. Ahora sabemos que contrata a una asociación para que fiscalice el uso del catalán en las páginas del diario Menorca. Los políticos del Consell quieren saber qué porcentaje del diario se redacta en esta lengua y cuánto se escribe en español. ¿Qué interés puede tener la estadística? Suficiente trabajo y coste supone sacar cada día un periódico a la calle que no pierda el hilo de la actualidad. La iniciativa del Consell tiene toda la pinta de ser algo inútil, menos para aquella prensa de Madrid que acusa a las instituciones de Balears de perseguir el castellano. Carnaza.