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Si no estuviéramos involucrados y pudiéramos contemplar la vida en la Tierra desde un satélite, ahora mismo nos estaríamos mondando de la risa por lo ridícula que es la humanidad. Hace dos años el mundo entero se congeló por el miedo a un virus invisible. Millones de personas han muertos y muchos más han enfermado, algunos con secuelas. Un año después se hicieron experimentos de «normalidad», aunque algunos países permanecen en la parálisis. Este año, por fin, después de una vacunación masiva no obligatoria, pero casi, se bloqueó desde las esferas superiores el mensaje del miedo para abrir las compuertas a la euforia. La economía rampaba con alegría, retomamos los viajes, las reuniones, los abrazos y los besos. Todo era satisfacción, entusiasmo, cifras espectaculares de las que presumir. Poco ha durado la fiesta. Parece que, como se insinuaba de forma siniestra en la mítica Expediente X, hay un gobierno en la sombra formado por hombres de negro que trazan con tiralíneas nuestro futuro. Se ve que a esos les gusta poco la juerga y mucho la amargura. Beben de ella. Se nutren de nuestro sufrimiento. No hay otra explicación. Porque ahora, cuando todavía no nos ha dado tiempo a echar las cuentas de la temporada turística, que ha sido excelente, nos la’nzan el jarro de agua fría menos merecido. Mejor esconde la botella de champán, guárdate los ahorros y no llames la atención. Tocan vacas flacas, otra vez. Llenas de pulgas, al parecer. La bolsa española tiembla y se desliza a toda velocidad hacia la nada. Acumula pérdidas del trece por ciento en lo que va de año. ¿El motivo? Los rumores de recesión, el susurro del miedo, que nos hiela la sangre. ¿Alguien recuerda los diez mil puntos de antes de 2008?