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Uno quisiera escribir sobre lo bello y lo bueno, sobre la pasión y la compasión, sobre el arte y la vida, y todos sus esplendores, pero no hay manera. La realidad, tan terca, siempre nos remite a la miseria del ser humano, a la consciencia de que no hace falta abandonar toda esperanza al entrar en el infierno porque ya estamos en él. La guerra de Ucrania, sin ir más lejos, que empezó como una farsa y ya se instala en la tragedia. O las de Etiopía, Afganistán, Yemen, Birmania, Palestina...

Pero no hay que irse tan lejos, aquí mismo, en el solar patrio, abunda y se cultiva lo más mezquino que puede dar de sí un ser humano. No es que uno crea que la política sea un arte, y mucho menos un arte noble; su relación con el arte, reside, en todo caso, en el carácter de auto sacramental que ha ido adquiriendo con el tiempo, con sus liturgias, sus alegorías y sus retruécanos apoteósicos. Y en un país como el nuestro, que malgastó un imperio luchando contra la Contrarreforma, eso llega a cotas insuperables. Todavía hay quienes creen que debemos ser la reserva espiritual de Occidente.

Tal los de Vox, que si les creciese la nariz por cada una de sus mentiras no podrían entrar en el Hemiciclo. La última, acusar a Irene Montero de defender la pederastia. Los del PP no se quedan atrás, y así Almeida, con un par, planta un monumento de seis metros de altura conmemorando a la Legión franquista al lado del de la Constitución, después de negar el pan y la sal a la memoria de todo lo que le huela a rojo.

La mezquindad nos rodea. Qué asco.