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Cuesta imaginar un momento más incómodo. De hecho, se antoja un instante de los que son capaces de redimir por sí mismos muchos pecados cometidos. Falta saber para quién en concreto. Para reírse de la pena del banquillo de los acusados. En la foto del banco de la Abadía de Wetsminster con los actuales Reyes de España y los eméritos había más incomodidad que en una tienda de camas de clavos. Lo que se desconoce es para quién fue peor el trago. Cabría conocer la escena desde el punto de vista de cada uno de los protagonistas para medir el grado de fastidio de cada uno. Por un lado el anciano repudiado por su familia al que colocan entre su mujer, a la que ha traicionado de forma habitual, y su nuera, que, aparentemente le juzga con una severidad terrible y con el hijo que no tiene claro su regreso a España al fondo. A su derecha, la traicionada que, con la escapada de su marido a Oriente Próximo se ha quedado la mar de tranquila y que le tiene que aguantar un rato más. A la izquierda, la nuera mira al frente para no tener que contemplar al suegro cuyas imprudencias, errores y conducta arriesgan cada día su continuidad en el trabajo de reina: el mejor que ha tenido por bueno que sea ser periodista. En el otro extremo el actual monarca que tiene motivos sobrados para guardar cierta animadversión a su padre y que se pasado unos cuantos días intentando evitar la imagen. Hasta Iñaki Urdangarin estaba más relajado el día que bajó la rampa de Vía Alemania para declarar como imputado. Encima, la pena de banquillo la aguantan en un funeral, ocasiones poco dadas al reencuentro. Por mucho que uno se quiera abstraer, el rato es desagradable. Lástima no haberlos visto al cruzar miradas por primera vez.