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En estos tiempos de confusión cultural se escuchan disparates a menudo y, la mayoría de las veces, no se centran en lo realmente importante. La factoría Disney ha revisitado su película La sirenita y la elección de una actriz negra para el papel protagonista está levantando ampollas. Ante el resquemor de quienes defienden la necesidad de que Ariel sea blanca, de larga melena pelirroja y ojos verdes, se manifiesta una caterva de espontáneos que tacha de racista esta postura. El error es defender una cosa y la contraria. Porque La sirenita de Disney nació en 1989, es decir, ayer. Es un personaje de animación. Basado en el cuento del danés Hans Christian Andersen, publicado en 1837. Es decir, antes de ayer. Porque las sirenas son criaturas mitológicas –aunque hay quien cree que existieron e incluso que existen aún– que pueblan el imaginario colectivo desde hace más de tres mil años y no solo en el ámbito europeo, sino en culturas de todo el planeta. Por eso representar a la pequeña e ingenua Ariel al modo de una preciosa joven danesa tiene sentido. Pero igualmente lo tendría si fuera china, india, africana o aborigen australiana, porque todos esos territorios han tenido sirenas en su mitología. Y, lógicamente, cada una tiene el aspecto de las mujeres de la raza de esa zona. Al final volvemos a lo de siempre: la ignorancia generalizada. La figura de la sirena no la inventó Disney, ni siquiera Andersen. Es universal y es milenaria. Por eso está bien si es blanca y rubia y también está bien si es negra y tiene el pelo rizado. Porque es una creación ‘humana’, procedente del subconsciente. Y, por cierto, casi siempre son terroríficas.