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Al caer la noche, cuando el ruido se amortigua, alguien observa la calle desde la ventana. Repasa su vida, los placeres bien apurados, los buenos momentos; también los fracasos y su estela de daños. Piensa en los planes pendientes, en lo que le queda por hacer, en los viajes previstos, en los encuentros que han sido aplazados. Hace balance de esos detalles donde halló plenitud, porque la vida se concreta mejor en lo pequeño. El baluarte de una biografía es casi siempre lo que no se ve. Las conquistas íntimas. Los gozos privados. Las respuestas a tiempo. La fe en las cosas que importan, que en verdad son tan pocas. A cierta edad las grandes utopías se desvanecen tranquilamente y es preferible dejar atrás la nostalgia para ir a lo posible. Ninguna filosofía es más profunda que la de aceptar lo que somos y a partir de ahí afianzarte.

Si la vida fuese como debiera ser, esa mujer o ese hombre que se asoma en la noche a la ventana, no sentiría que otra mañana más, al despuntar el sol por el este, la nitidez dejará ver un horizonte precintado. Que su futuro está en vilo. Que después de tanto todo para nada. Que otra vez le toca pedalear por caminos empinados y cada vez que vea la televisión verá las dudosas cifras de contagios, de muertos, y que la incertidumbre es una profecía muy dura. Más feroz que la verdad.