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Crecí en un barrio, rodeado de vecinos que eran como de la familia. En un barrio en el que podías salir a la calle a cualquier hora sin temor a nada. Llegabas del colegio, dejabas la mochila, comías el bocata de Nocilla a toda prisa y te ibas a jugar sin preocuparte de nada más. Recuerdo aquellas cenas de convivencia en las que todo el vecindario salía a la calle para disfrutar de una cena a la intemperie en aquellas inolvidables noches veraniegas. Mientras los mayores hablaban (sí, hablaban, sin comentar el último vídeo viral en TikTok o la imagen del famoso de turno en una playa paradisíaca del Caribe), jugaba con mi amiga del quinto que vivía enfrente o hacíamos pachangas en la plaza... hasta que el dueño del balón se iba a casa y terminaba el partido.

Ese sentimiento de vecindad, de hacer barrio, se ha perdido. No existe. En algunos pueblos sí que conservan todavía ese sopar a la fresca que sirve para socializarse con los vecinos y crear un mejor ambiente. Para hablar de los problemas cara a cara y no mediante un email o por Whatsapp. Pero en Palma, al menos en los barrios que frecuento, esas reuniones han caído en el olvido.

No seré yo quien le eche la culpa a las redes sociales (soy un usuario más) o a los smartphones de esta sociedad cada vez menos sociable. Estamos más conectados que nunca, pero también más lejos de nosotros mismos. Los jóvenes se preguntan qué hacíamos nosotros sin móviles. Pues jugar en la calle. Hablar. Mirarnos a los ojos. Reunirnos en torno a una mesa enorme todos los vecinos. Algo tan simple (y tan extraño ahora) como eso...