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Un estudio reciente confirma lo que la mayoría sospechábamos: los españoles no renuncian a sus vacaciones, a pesar de que se anuncian nubarrones económicos. Tras dos años de restricciones, ertes, eres y sacrificios, las familias de este país han decidido que se merecen un descanso, una alegría, y han blindado esos días en la playa, en el pueblo o incluso un buen viaje, que ya era hora. No son inconscientes, saben que este año la vuelta al cole va a ser dura. Pero estamos tan hechos a la bofetada económica, que ya ponemos la otra mejilla casi sin darnos cuenta. La inflación –y la jeta de grandes cadenas de alimentación y de petroleras, que están haciendo su agosto– aprieta ya las cuentas domésticas, comprar en el supermercado es más caro que nunca, igual que el recibo del gas y de la luz y llenar el depósito del coche.

Pero necesitábamos hacer un paréntesis, ahora que el bicho parece controlado. Hemos obedecido cada orden y consejo decretado desde las autoridades políticas y sanitarias, nos hemos prestado como borregos a la vacunación, la mascarilla, el encierro, las restricciones, el alejamiento de nuestros seres queridos. Hemos enterrado a nuestros muertos en silencio y a solas, hemos perdido empleos, ahorros, preciosas vidas humanas. ¿Tocaba un viajecito, unos días a la bartola en una hamaca, una comilona, incluso una borrachera? Pues sí, tocaba. Sabemos que el siguiente movimiento será cerrar el bolsillo a cal y canto. Decir que no a todo, seguir en la estrecha senda del sacrificio, la renuncia, la miseria a la que nos tienen acostumbrados. ¿Putin, China, Biden? ¡Qué más da! Lo nuestro parece más bien un castigo divino, una de esas maldiciones de la que es imposible escapar.