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No recuerdo cómo cuenta exactamente la Biblia el Apocalipsis, pero estoy segura de que muchos habrán sentido que el suelo se resquebraja bajo sus pies al leer la noticia de que la cerveza podría desaparecer por culpa de la crisis de suministros y la sequía. A mí no me gusta y me daría igual si mañana los estantes de botellines y latas del supermercado y los almacenes de los bares y restaurantes amanecieran vacíos, pero es un brebaje mágico para millones de personas en el mundo.

Ya la bebían los antiguos egipcios, así que no es una moda pasajera. Si hay una mano negra detrás de todas las calamidades que estamos padeciendo, desde luego ahora se ha pasado. No le bastaba al barrabás con inventar un virus potencialmente mortal y contagiosísimo, con colapsar la economía mundial, dejar a KO a China, la gran fábrica del planeta, y seguir dando coletazos con viruelas, olas de calor, incendios y volcanes. La nueva amenaza va directamente al corazón de los hombres y mujeres que disfrutan del fútbol, las terrazas y las barbacoas, de las hordas de turistas europeos que literalmente se bañan en cerveza en nuestras playas… del ocio, el desenfreno, la diversión.

Ese leit motiv parece estar también detrás de la avalancha de los pinchazos contra chicas jóvenes. Si nos ponemos quisquillosos, veremos que hay un patrón: como si una vieja victoriana, muy carca, vestida de negro y tapada de los pies a la cabeza estuviera diseñando un nuevo mundo. El dibujo le está quedando lleno de sombras, de gente enferma, deprimida, aterrorizada, muerta de calor, sin interés por consumir ni por divertirse. Vamos, que los «locos años veinte» están siendo más bien tristes de narices.