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Hace unos años, muchos ya, la vida me regaló un infarto. Digo me regaló porque fue un regalo que me abrió los ojos a la verdadera vida. Tras décadas de ir y venir tras las cosas urgentes, esa inesperada cita con la parca me hizo ver que nada de lo que hasta entonces me había parecido importante lo era. Encontrarte solo, tener por única compañía un montón de médicos y enfermeras a los que no has visto en tu vida, saber que todo puede acabar ahí sin tener la oportunidad de despedirte de las personas a las que quieres, de esa última mirada, de ese abrazo o esa última frase cogiéndoles de la mano, te hace ver que han sido muchas, demasiadas, las oportunidades de dar amor y cariño que has dejado pasar a lo largo de tu vida. Y te das cuenta de que esas eran las cosas que verdaderamente importaban, porque son las únicas que te acompañan en ese momento de absoluta soledad. Pocos días después, ya en casa, el cardiólogo me recomendó que saliese cada mañana a pasear. No a ir a aquí o a allá, sino a pasear. Nunca olvidaré mi primer paseo.

Caminaba despacio, todo cansa tras un infarto, y hacía un sol espléndido. Sentir cómo el aire de la mañana inundaba mis pulmones, disfrutarlo, era una experiencia renacida para mí. No tardó en unirse a mi caminar una mariposa blanca que, revoltosa, se puso a volar a mi lado. Debía querer jugar porque acompasó su volar a mi lento caminar. Así fuimos, juntos, haciendo camino, compartiendo esa plenitud que te da ser consciente de que formas parte de algo tan bello como es la vida. Al rato, la mariposa se alejó. Yo seguí andando. Poco después di la vuelta, los primeros paseos pedían no ser muy largos, y unos metros más allá la volví a ver. Esta vez no volaba sola. Una mariposa, amarilla, volaba junto a ella. Subían y bajaban al compás de esa danza ancestral que es la vida. Juntas, quizá sin saberlo, me dieron alas y me sentí volar con ellas. Mirándolas, las sentí revolotear en lo más profundo de mí. Me hicieron volver a vivir el calor de los abrazos y los besos, de todos los que había dado, de los que nunca di…

Aquellas mariposas que habían pasado la mayor parte de sus vidas siendo orugas que solo conocen el suelo y capullos donde solo habitan la soledad y la oscuridad, me enseñaron que nunca es tarde para que nos atrevamos a desplegar nuestras alas, para que nos lancemos, al fin, a ese volar que es vivir. Desde aquel día no he dejado de dar ni un solo abrazo, de regalar una mirada o una sonrisa a esa persona que tenemos delante y parece triste o fatigada, ni de decirles ‘te quiero’ a las personas que amo.