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El fenómeno de las terrazas comenzó a inflarse como un globo tras la crisis de 2008, que parece el germen de todo lo que nos pasa. Antes de ese momento funesto, la mayoría de la gente viajaba, salía a comer o cenar fuera con amigos, pareja o familia y ese tipo de cosas formaban parte de lo que se consideraba una vida normal. Claro, eran tiempos de burbuja económica, con poco desempleo, salarios que se actualizaban de forma constante y ciertos ‘privilegios’ que han desaparecido del mapa. Tras el crack, miles de comercios echaron el cierre, lo de los viajes quedó tan dañado que desaparecieron casi todas las agencias y lo de los restaurantes se transformó en ir a tomar unas cañas a una terraza.

Con el poco dinero disponible, las familias, parejas y grupos de amigos podían permitirse ese mínimo lujo: estar juntos, reír, charlar y tomar algo, con suerte acompañado por unas aceitunas. Es el ocio de los pobres. Pero, ojo, como todo tiene su cara y su cruz, esa algarabía terracera molesta a los vecinos que quieren dormir, ver una peli con la ventana abierta o descansar del mundanal ruido cuando han terminado su jornada laboral. La normativa permite el jolgorio callejero hasta medianoche entre semana y lo alarga hasta la una de la madrugada de viernes a domingo. Un período estrecho para el que no tiene otra cosa que hacer que divertirse y pasar el rato frente a una cerveza e interminable para el que desea desconectar.

El problema es que la calle es un espacio público y la terraza pertenece a un negocio privado. El descanso del vecino debe ser sagrado, de día y de noche. De lunes a domingo. El que gobierna debe priorizar siempre el derecho a la tranquilidad y al descanso, por encima de los beneficios del empresario.