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El otro día, en un barco de pasajeros, en la butaca hacía un frío del carajo. Como me dio vergüenza pedir una manta, pregunté si podían bajar un poco el aire acondicionado. Ni caso. Preferí salir a cubierta a pesar del sol, el calor y el viento, molestias preferibles a tiritar en la confortabilidad del salón. El transporte no está sujeto a las restricciones del famoso y controvertido decreto motivado por el plan comunitario de ahorro energético, pero los transportistas, hoteleros, restauradores, empresarios y dirigentes sí deberían estar sujetos al sentido común de las condiciones de temperatura soportable en locales para clientes y empleados.

El decreto tiene obligaciones y excepciones y los que se oponen por estrategia electoralista exigen diálogo, consenso, competencias y recomendaciones en vez de imposición. Los del PP no quieren normas, que todo lo que decide el Gobierno es malo, no ofrecen alternativas y despotrican contra el sistema de ahorro con tintes de insumisión y boicot.

Madrid no se apaga. Lo suyo es calentar a la gente, pero nadie habla de lo que el ciudadano puede y deber hacer en el ámbito privado. En la calor de mi casa mando yo. En este sentido pasé ayer la tarde en el sillón del salón, sesteando y con un termómetro que oscilaba entre los 28 y 29 grados. No pasé ningún calor. Claro que habría estado más confortable con ventilador o aparato de aire frío, pero quizá me hubiera cabreado pensar que sigo la cruzada de Ayuso, la que mueve marionetas en el PP, reina de bares y mascarillas y aspirante a lideresa del termostato nacional.