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Dice la prensa que el veganismo es una moda que nos están inoculando desde los poderes fácticos. Todos sabemos que a las masas es fácil manipularlas si se dispone de suficiente tiempo y recursos. Contaba mi abuela que en sus tiempos, hace ya un siglo, la tortilla de patatas para seis personas se hacía con un huevo. Y cuando se servía el potaje –alubias con col–, el único trozo de chorizo era para el padre de familia. A pesar de ser zona de pesca, el pescado se comía sazonado. En todas las cocinas había una de aquellas cestas redondas de sardinas viejas que atufaban toda la estancia. La carne, de Pascuas a Ramos, y en cantidades ridículas. La base alimentaria era la legumbre, acompañada de verdura. Esa generación vivió cien años con una salud de hierro.

Después de la II Guerra Mundial es cuando cambiaron las tornas. España seguía en aquella autarquía anticuada y clerical, pero el resto del mundo se desperezaba tras la devastación. Los yanquis tomaron el mando y exportaron su american way of life, que adoptamos todos aplaudiendo con las orejas. Más leche, yogures y, sobre todo, carne. Mucha carne. Carne de vacuno. Se deforestó media Sudamérica para sembrar pastos para las vacas que el planeta necesitaba. La generación creció más, engordó más y adquirió enfermedades potencialmente mortales con las que convivimos como si nada. Son estadounidenses las empresas que controlan el cotarro alimenticio y también el farmacéutico, que para eso nos han inoculado el colesterol, la diabetes y todas las desgracias consecuentes de haber abandonado un estilo de vida natural y modesto.

Ahora dice la prensa que esas empresas de la carne, la deforestación y los triglicéridos son las mismas que apuestan por las burgers de tofu y demás zarandajas para que abandonemos lo cárnico. El caso es hacer negocio. Mejor si volviéramos a las lentejas.