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Me llamo Jaime, como mi hijo Jaime, como mi padre Jaime. En mi familia somos muy poco originales. Jaime es un nombre poco habitual, aunque muy afín a las Islas Baleares. Seguramente algo tuvieron que ver los monarcas Jaime primero, luego Jaime segundo y finalmente Jaime tercero. Jaime es un nombre bíblico. Originariamente procede del hebreo Jacob (Yaaqob). Jacob era hijo de Isaac y nieto de Abrahán, el tercero de los patriarcas del libro del Génesis. Con la traducción de la Biblia hebrea al griego, el nombre se convirtió en Jacobo (Yakobos), que es la misma versión que encontramos en el Nuevo Testamento. Cuando la Biblia griega fue traducida al latín el nombre pasó a ser Iacobus. El latín hispano-medieval hizo que perdiera la sílaba final generando las variantes Iaco y Iago. El galaico-portugués antepuso la preposición dando lugar a la forma D’iago que evolucionó al actual Diego. Pero fue la popularidad medieval del camino a Compostela la que incorporó el prefijo Sant, al nombre del Apóstol dando lugar a Sant-Iago, nuestro actual Santiago.

Por si fuera poco, Jaime es uno de los nombres más versionados de la onomástica del castellano romanceado. Jaime es Santiago, Yago, Jacobo, Diego y todas sus variantes idiomáticas como Jaume en catalán y Xaime o Iago en gallego. Lo mismo sucede en otros idiomas como James, Jack, Jim, Jimmy, Jacques, Jakob, Giacomo, Giacobbe.

Hoy, 25 de julio, el calendario cristiano que hemos heredado, celebra la solemnidad de Santiago Apóstol, el mayor de los hijos de Zebedeo, uno de los discípulos más cercanos a Jesús y que la tradición sitúa enterrado en Compostela. Nosotros, aquí, también lo celebramos como Sant Jaume recordando que somos herederos de una tradición milenaria que nos ha dado una cultura, una identidad y una personalidad. Razones suficientes como para celebrarlo.