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Los mallorquines somos gente sufrida. Nos hemos tenido que acostumbrar a las impertinencias del mundo. Si nos invaden millones de turistas, tenemos la obligación de aplaudir como locos. No podemos olvidar que nuestros antepasados pasaron hambre, que somos hijos de una tierra pobre. Si vemos que una gran parte de esos turistas no gastan ni un euro en los comercios ni la restauración, mientras van dejando un reguero de basura, no nos queda otra que mirar hacia otro lado. Aunque seamos testigos de que llegan a compartir hasta cuatro una misma Coca Cola, en una terraza de los bares del centro. Bien fría, por supuesto, en esos rincones donde no quedan mesas para nosotros, porque nos hemos instalado en un overbooking permanente. Y es que, aunque nos apretemos cual soldados en trincheras, no cabemos todos.

Si vamos a denunciar que nos han robado la cartera (cosa rarísima), y hemos perdido toda la documentación, es probable que coincidamos con un grupo de mallorquines que han pasado por la misma situación. Todos mirándonos de reojo, con ese recelo o sentido de la prudencia mallorquines que nos impiden alzar la voz, pero que no son incompatibles con nuestro peculiar sentido del humor, difícil de descifrar para los de fuera.

Somos sufridos a la fuerza, pero, ¿resignados? ¿Hemos aprendido a llevar con resignación que las centrales de los servicios de taxi nunca respondan a nuestras llamadas? ¿O que haya insultos y patadas en las colas de las paradas? Creo que no. Somos sufridos y aguantamos las inclemencias, pero no tenemos un pelo de tontos. Estamos bastante hartos del personal, a pesar de que nos lo callemos. Cansados de que nos ensucien esta isla, la más bella del Mediterraneo. ¿Nos resignamos a no luchar por un turismo de calidad, que respete el territorio, que aumente la riqueza y valore nuestros paisajes? No quiero creerlo. Decir i tanmateix… alzando los hombros y arrugando las cejas no es la manera.