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Bien mirado, tal vez hasta sea una suerte que no quede ni una monja de clausura rezando en el convento de Santa Elisabet, de las jerónimas de Palma, porque yo no creo que pudiera sobrevivir a lo que estamos viendo estos días en los medios de comunicación. Para alguien tan desprendido como para huir del mundo y entregarse a la oración por su congregación, por la Iglesia, por el Papa y por todos, debe ser incomprensible que su propia Iglesia, sus hermanos, estén enfrentados durante siete años por la propiedad del convento. Para alguien que se dedica a pedir el perdón por nuestros pecados, la propiedad del edificio en el que reza, el dueño de los ladrillos, lo que diga el Registro de la Propiedad, debe de ser irrelevante. Podría rezar debajo de un puente que le daría igual porque nadie puede imaginarse que las oraciones al llegar al Cielo sean atendidas dependiendo de la propiedad del inmueble donde tuvo lugar la plegaria. Además, tampoco es cosa de diferenciar entre una congregación y un obispado, que más o menos, son harina del mismo costal.

Para alguien que sea un místico, lo material es un asunto despreciable. Los grandes relatos que nos cuentan la vida de estas personas excepcionales, no sólo en el mundo cristiano, hablan de que para ellas incluso comer se convierte en una necesidad marginal. Concentradas en lo espiritual, ya me dirán qué importancia le podrían dar a la propiedad de los ladrillos. La congregación se atribuye la titularidad, pero yo no creo que las monjas que sí rezan estén preocupadas por los papeles. En la vida contemplativa es inimaginable el interés por lo pecuniario, o sea por el dinero, al menos como para sostener estos litigios tan largos y rebuscados. Menos aún si hablamos de convertir Santa Elisabet en un hotel.

Lo más opuesto a la contemplación es un turista, no digamos si es hooligan. Menos mal que ya no quedan monjas de clausura porque no me puedo creer que hubieran entendido que sus superioras fueron al Vaticano a negociar un acuerdo con el Obispado y regresaron con las manos vacías. Alguien que todo el día reza por el amor, el perdón y la reconciliación, que predica que hay que ponerse en el lugar del otro, no puede mantener un conflicto precisamente con sus hermanos. Y al revés, naturalmente. Es como un litigio familiar por la herencia: una vergüenza sin atenuantes.

Tampoco son monjas de clausura muy espirituales las que organizaron la rueda de prensa del pasado viernes 15, que fue una obra maestra en términos de comunicación por la excelente y sutil manipulación emocional de la audiencia. Ya le gustaría a la tropa de periodistas que trabajan para las instituciones públicas de Baleares tener el instinto que demostraron las jerónimas en esta comparecencia. Y no me refiero sólo a que fuera innecesaria, que lo era, o a que pretendiera astutamente destacar su victoria sobre la otra parte, sino a que tuviera lugar detrás de las rejas, simulando que están clausuradas, cuando apenas unas horas antes los protagonistas de la comparecencia llegaban a Mallorca en avión, presumiblemente sin enjaular. A su lado, derribar el muro del Psiquiátrico como símbolo del final de una época para los enfermos mentales, o Carolina Bescansa dando de mamar innecesariamente a su bebé en las Cortes, o Gabriel Cañellas en el tractor para captar el voto payés de Mallorca son ensayos de aprendices.

Ahora bien: todas estas conductas tan profundamente mundanas, tan materialistas, tan contemporáneas, tan carentes de ideales, tan retorcidas, tan interesadas, tan propias del mundo mercantil, tienen una contrapartida con la que es muy duro convivir: hace ya ocho años que nadie ora, ayuna, medita o reflexiona en el convento de las jerónimas de Palma, simplemente porque está abandonado; en todo este tiempo no ha aparecido ni una vocación en Mallorca para llenar este palacio de cinco siglos de antigüedad; ni nadie encuentra, siquiera en el extranjero, quien quiera venir a rezar por nosotros. Incapaces de encontrar vocaciones monacales, cualquier día prueban con monjas virtuales creadas online. Tan ‘aggiornados’ estamos que no nos queda hueco para lo espiritual. Cuando los curas están preocupados por el Código Mercantil, cuando la rueda de prensa de las monjas la supervisa una abogada, definitivamente vamos mal. Si aún quedara una jerónima de verdad moriría de vergüenza.

Probablemente, este mercantilismo, tan frecuente en la Iglesia y sus congregaciones, explica qué les sucede a las jerónimas, a la Iglesia e, incluso, a la sociedad europea contemporánea: hemos perdido el espíritu y lo hemos monetizado.