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El 24 de marzo de 1980 el obispo Oscar Arnulfo Romero caía muerto a balazos mientras decía misa en la capilla del hospital Divina Providencia de San Salvador. Durante años había estado denunciando estructuras de poder que «perseguían a campesinos hambrientos reduciéndolos a las más inhumanas condiciones de miseria» –cito de memoria– y así fue. Fue asesinado entre sus pobres. Hace un mes, dos jesuitas caían muertos al abrir las puertas de su convento y dar refugio a un guía perseguido por delincuentes traficantes de drogas en México.

El 5 de julio de este año, las Hermanas de la Caridad, orden fundada por la Madre Teresa de Calcuta, fueron expulsadas de Nicaragua. Napoleón le dijo una vez al Papa, «voy a destruir a la Iglesia». El Papa sonrió, «¿Tú vas a conseguir, tú solo, lo que esa Iglesia no ha conseguida en 1.800 años de existencia?» Pío VII reconocía la presencia de fuerzas autodestructoras en la Cátedra de Pedro, sin embargo la Iglesia, hoy, pervive, mientras los postulados de Napoleón navegan víctimas de su propia ambigüedad. El arte de la gobernar, cuando es un arte, consiste en cultivar habilidades y conseguir que cada cual haga, en beneficio de otros, lo que mejor sabe hacer. No digo que entre los católicos no haya abusadores.

Los delincuentes que se refugian entre sus faldas para cometer los más repugnantes delitos deben ser expulsados pero no es inteligente expulsar a toda la Iglesia porque solo los cristianos hacen lo que hacen los jesuitas, las Hnas. de la Caridad, los párrocos pobres: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, curar al enfermo. ¿Quién escuchará a los enfermos, quién susurrará consuelo a los ancianos, quién asistirá a los agonizantes ahora que las hermanas de la Madre Teresa ya no están?