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Economistas mediáticos llevan años pronosticando que el mundo económico se acaba: estaríamos, en el «último verano», en una situación apocalíptica. El mensaje: esto se hunde sin remedio. Alternativas: ninguna. El contexto del reciente bienio no ha podido ser más tormentoso. La economía española ha conocido una sucesión de perturbaciones en los últimos dos años que han abrazado situaciones distintas, pero todas importantes por su profundidad. Los impactos de la pandemia, las dislocaciones en las cadenas globales de valor, las dificultades en los mercados de materias primas y las consecuencias de la guerra de Ucrania son cuatro exponentes de calado al respecto.

No puede explicarse de manera convincente la situación económica y social de España –incluso la política– sin esos condicionantes. Los cuatro obedecen, además, a casuísticas exógenas. Uno de los corolarios es la inflación, ya algo superior al 10 %, que sigue condicionando la evolución económica y las perspectivas de las negociaciones colectivas. Otro aspecto a no descuidar es la propia evolución de la pandemia, cuyo control actual no debe eludir nuevas mutaciones del virus y, por tanto, fases de alteración sanitaria.

Ahora bien, lo que se ha podido comprobar en estas sucesivas crisis, acaecidas en estos dos años, es que la actuación del sector público ha sido crucial para contener los embates más negativos y peligrosos para las empresas y para los trabajadores. Y ello ha comportado, evidentemente, incremento del gasto público y, por consiguiente, tensión en las cuentas públicas, con aumentos en el déficit. La deuda, entonces, ha crecido. Todo en un complejo escenario en el que se han demandado al Estado ayudas y subvenciones desde el ámbito empresarial, sindical y social. La Administración ha respondido a ese contexto, con el apoyo de la Comisión Europea, la política flexible del BCE y la propia capacidad fiscal –derivada esencialmente, no lo olvidemos, de los ingresos tributarios–. Es normal, por consiguiente, que la deuda pública haya aumentado varios puntos, hasta llegar al 118 % sobre PIB. Bajar ese ratio hasta cotas cercanas al 100 % o inferiores supondrá un plan de ajuste que, como indica la AIReF, debería ser gradual y –deducimos, por tanto–, en absoluto abrupto, como presumen las voces apocalípticas.

La recuperación es sólida y un signo claro es el incremento en la recaudación fiscal: esto es lo que ralentiza en mayor medida, por el momento, el avance del déficit público. Una noticia positiva. Pero resulta difícil aventurar si esa recuperación se va a estabilizar: los cuatro factores externos que antes se enunciaban siguen marcando el diapasón de la economía internacional. Una sombra negativa. A todo ello, debe sumarse otro elemento: la capacidad endógena, propia, de las administraciones españolas para gestionar de manera adecuada la ingente cantidad de fondos europeos que el gobierno español ha conseguido, en direcciones concretas: la inversión, en colaboración público-privada, en áreas ya definidas por la misma Comisión Europea, con previsibles aumentos de productividad. Todo un desafío, que va a condicionar también el devenir de la economía.