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Resulta aterrador la deformación del uso de las palabras. Porque, a priori, la mejor –o única casi– forma de entendernos que tenemos, mediante el lenguaje, nos sirve para tender puentes y, sobre todo, para definir el mundo. Sin palabras, ¿sabríamos distinguir el cielo del mar? Sería complicado explicarse, mucho más llegar a acuerdos. Por eso es necesarísima la precisión léxica, conocer bien el significado de cada vocablo y utilizarlo como toca. Y ahí es donde entra la deformación torticera de algunos términos, sobre todo simbólicos.

Este viernes se publicaba en la prensa una fotografía espeluznante donde un reducido grupo de personas sostenía una pancarta con el lema «No a la ley de memoria democrática. En defensa de las libertades frente al sectarismo revanchista». Algunos de los asistentes a la protesta ondeaban banderas españolas y otros las del yugo y las flechas. Desde que la extrema derecha ha levantado la cabeza con orgullo y sin vergüenza alguna –apenas dos años después de la desaparición oficial de la banda terrorista ETA– el batiburrillo ideológico en el ámbito político es un merdé.

La palabra «libertad», la más sacrosanta en la filosofía y la ética, pues representa la ausencia de servidumbres y esclavitud, el triunfo del individuo y sus derechos, se la han apropiado los que protagonizaban fusilamientos ilegales y sublevaciones fascistas hace menos de un siglo –seguramente son los nietos de aquellos asesinos– para rechazar una ley que pretende investigar crímenes de este tipo, incluso los llevados a cabo por el Estado supuestamente democrático ya en los años ochenta. La foto me ofende, me indigna. Lo único bueno es que son cuatro gatos y, si el país recupera cierta cordura, en riesgo de extinción.