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Nada hay en este mundo como morirse para entrar en el reino de los cielos. Y si uno tiene la desdicha de encontrar una muerte trágica o temprana, ya la maquinaria de santificación es abrumadora. Shinzo Abe ha muerto asesinado, por la espalda, a los 67 años. La situación perfecta para crear de él un héroe o un santo. Pero los árboles no deben dejar que perdamos de vista el bosque. Japón es esa nación hoy popular por el sushi, el manga y los dibujos animados kawai. Les precede la fama de pacifistas, educados, con una bajísima tasa de criminalidad, formales y puntuales. Llevan 75 años en esa burbuja, gracias –aunque maldita la gracia– a la bravuconada americana de lanzarles dos bombas atómicas que deshicieron en cenizas dos grandes ciudades y, con ellas, las ansias imperialistas niponas. El shock ha durado décadas y no es de extrañar.

En ese tiempo Japón ha pasado de ser una sociedad arcaica a liderar la industralización tecnológica mundial. La figura de Shinzo Abe no se puede entender sin conocer el pasado. El pasado criminal de Japón, cercenado de cuajo por Little Boy y Fat Man, con su veintena de kilotones, en Hiroshima y Nagasaki. Abe perteneció a una familia de políticos, fue político toda su vida, su abuelo había sido primer ministro, juzgado y condenado por crímenes de guerra.

Y él añoraba ese poderío militar expansionista que Estados Unidos les había birlado. Deseaba resucitar el imperialismo atroz que condenó a la tortura, la muerte y la miseria a millones de vecinos en China, Corea, Vietnam, Malasia, Filipinas, Birmania... Ahora su espíritu sobrevuela las elecciones. Y millones de japoneses le rendirán honores, ansiosos por sacudirse el pacifismo impuesto por la derrota bélica de 1945.