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Volver a Roma. Pasa el tiempo, transcurre la vida con sus luces y sus sombras, hasta que por fin es posible el regreso. Ciudad cambiante y eterna, de una belleza que consuela heridas y abre la dureza del recuerdo. Todo es posible en sus calles empedradas y sus fachadas llenas de grietas: la nostalgia de la memoria que recupera momentos del pasado, el consuelo de sentirse el peregrino que llega a su meta, la sorpresa de lo que nace, y el dolor de lo que perdemos.

Roma es mi ciudad. He perdido la cuenta de las veces que busqué refugio en sus callejuelas y plazas. La recorrí hace años buscando rincones donde situar una novela, Pasiones romanas. Llegué por primera vez siendo una niña que se pierde en la belleza de un cuadro. Fue el destino de mi viaje de estudios de adolescente, el lugar que compartes con familia y amigos y el escenario de un gran amor. Nunca pude olvidarla, aunque a veces pensé que no podría volver. Lo he hecho con mi hija, con mis hermanos, mi gente.

Baltasar Porcel me decía, en los tiempos magníficos de nuestra amistad, que cuando se jubilase podría encontrarle en el Trastevere romano, comiendo pasta y bebiendo vino, exiliado en la belleza de la ciudad, feliz. Un día, entre risas, nos propusimos un sueño imposible: robar Madonnas en las iglesias romanas, llevárnoslas a Mallorca, a casa, y sentirnos protagonistas de una hazaña prohibida.
Roma ha acompañado a la niña curiosa que fui, a la adolescente sedienta de vida, a la joven que aprendió a amar el arte, a la mujer que inventó y vivió historias entre sus ruinas.

Quevedo dedicó bellísimos versos a esta ciudad sobre la que han hablado los poetas y han pintado los artistas. Volver a Roma, en el fondo, puede que sea una mentira, porque nunca me fui del todo, siempre hubo en sus rincones fragmentos de mi vida. Recuperarlos no es fácil. Tiene algo parecido a reconstruir el puzzle de los años vividos.