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Me decía una buena amiga, Elena M. que el destino nos manda constantemente pruebas endurecidas y que se trata de asimilar que la sorpresa fatal puede aparecer en cualquier momento y en cualquier esquina. Si estamos agobiados por causas exteriores, que muchas veces son ajenas a nosotros y a nuestra supervivencia, mucho peor. Quizá la fórmula más adecuada seria gozar de los pequeños tiempos y de las pequeñas cosas. ¿Quién se preocupa actualmente de descubrir un nuevo amanecer y por lo tanto un nuevo día en nuestras vidas? La reciente muerte de mi esposa, Marina, me ha hecho pensar mucho en el tiempo que consumimos de mala manera o dilapidamos por los caminos de lo absurdo. Ya son muchos los seres queridos que he visto en condición de difunto. Me ha parecido que había en ello poca poesía y un mucho de filosofía, diríamos, ‘urbana’, que con tanta facilidad nos hace huir entre las sombras. Sé que cada objeto, cada recuerdo, cada paso por los senderos de mi casa me van a despertar un pedazo de memoria del medio siglo largo que he tenido la suerte de vivir con la mujer de la que me enamoré en mis tiempos de universitario, cuando por tener pocos duros íbamos a un cine de barrio y merendábamos en la cantina del centro de estudios. ¿Cómo olvidar aquellos días que se nos antojaban lejos, lejísimos, del fin de los fines, y que refrendaban la clásica imagen del pan con cebolla? Allí los problemas y teoremas digeridos con gusto por la presencia de la que tenía que ser la parte decisiva de uno mismo. Sea como sea, allí estaba el destino, camuflado, destilando amargos licores… Y nos sorprendió, muchas veces, demasiadas, para demostrarnos que el mundo no es jauja, que está hecho de felicidades breves y sinsabores terriblemente dilatados. Se les llama pacientes a los enfermos que ocupan la cama de un hospital, pero en realidad somos pacientes toda la vida, pese a las cucharadas de humor que nos administramos. La historia de una familia, que considera a todos sus miembros indispensables, es, sin duda, paralela, a la que, nos cuentan los periódicos, pero distintas la una de las otras, porque ante una gran desgracia, que hace que las paredes de la casa nos caigan encima, nos sorprende mirar por una ventana, con los ojos velados de lágrimas, y ver como en la calle los niños siguen jugando a la pelota.