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A veces Vladímir Putin parece gallego. Se expresa en un tono aparentemente afable, frío, pero lanza puñales ardiendo envueltos en terciopelo. Imagino que la celebración de la cumbre de la OTAN en Madrid le habrá sentado como una patada, pero a los mandatarios españoles les excita mucho más el bombo y el platillo, el desfile de coches oficiales y los uniformes que a un crío un chupachups. No quiero recordar aquella otra tontada que nos metió en una guerra lejana y ajena a cambio de participar en una barbacoa campestre en el rancho texano de George Bush.

El caso es que ahora el líder ruso mirará a España con nuevos ojos. Una lástima. Siempre he pensado que ante los abusones es mejor pasar desapercibido que convertirse en víctima o en cómplice. El anuncio de anexión a la Alianza Atlántica de Suecia y Finlandia se lo ha tomado con cierta calma. ¿O no? Porque sus declaraciones son tan ambiguas que solo los analistas más avezados sabrán interpretarlas. Yo ahí veo amenazas. Con la boca pequeña, con tono de coleguita, pero ojo. «Si despliegan contingentes militares e infraestructuras, tendremos que responder de la misma manera y crear idénticas amenazas para ellos», ha dicho.

Quizá Suecia esté más tranquila, es una nación consolidada y no ha participado en guerras durante siglos. Sin embargo, Finlandia es otra historia. Ha pertenecido a Rusia en el pasado, apenas lleva un siglo como nación y quién sabe si la decisión de entrar en la OTAN no habrá despertado en Putin el deseo de reconquistarla. Otro tanto podría ocurrirles a los países bálticos, con tan poco recorrido independiente. Especialmente a Letonia, que ha llevado a cabo políticas discriminatorias hacia sus ciudadanos de origen ruso. En fin, otro polvorín a la vista.