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Me llama Miguel y me dice que está realmente harto de la gestoría que lleva sus temas y que no sabe si es porque les cae mal. Miguel se acaba de comprar una casa. Por norma general, a él le suelo preguntar cualquier cosa que me corroa la mente en un determinado momento: váteres embozados, grietas en las paredes, enchufe que salta, la reunión en Yalta de Stalin, Roosevelt y Churchill, la actuación de Robert Mitchum en El cabo del terror o la fulgurante ascensión de la novela negra nórdica, con que me sorprende que ahora sea al revés.

La susodicha gestoría hace oídos sordos a todo lo que solicita Miguel, lo que le produce la impresión de no interesar como cliente. Cualquier empresa que tenga que llevar tus asuntos particulares significa ya de entrada una merma económica que se añade a la desidia que les invade con el transcurrir del tiempo. Lo más pertinente en este caso es cambiar de gestoría, ya que al menos una nueva, durante un limitado período de tiempo, atenderá tus asuntos. Inevitablemente, poco a poco, se volverá al punto de partida. Algo que sucede con cualquier tipo de entidad.

Si compraste unas acciones a fines de los años 90 con venta producida el año pasado, a la hora de hacer la renta si no recuerdas la fecha exacta y el precio de compra de las acciones, lo llevas claro porque la plusvalía mide la deuda contraída con Hacienda. Acudes al banco donde se realizó en su momento la gestión y resulta que no tienen por qué almacenar datos de más de diez años atrás. Que en la ficha del cliente no aparece ningún dato que te relacione con las susodichas acciones.
La forma en cómo te contestan provoca la sensación de que eres un coñazo y que la culpa es absolutamente tuya por gilipollas. Y esto es algo a lo que nunca se debe replicar.