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En el país de la trampa no hace falta regular nada, porque siempre saltará la liebre por las costuras de la regulación. Lo hacen los taxistas, que a los ciudadanos de Palma ya nos han acostumbrado de tal forma a sus desplantes, que casi nadie es capaz ya de sacarles la cara. Al contrario, se están convirtiendo, gracias a sus denuedos esfuerzos, en personae non gratae. Cuando el turismo funciona –que es siempre en verano y, a menudo, durante muchos meses más– ellos se aplican en el aeropuerto y en el puerto para acaparar el beneficio de los recién llegados. Es lógico. O lo sería si el taxi no fuera un servicio público, sino un negocio privado.

Ante el abandono del ciudadano corriente que necesita un taxi solo de forma eventual, lo aceptable habría sido abrir las fronteras a esas nuevas formas de movilidad que ya funcionan en todo el mundo, tipo Uber o Cabify. Pero no, el gremio se plantó para forzar a las autoridades a negarnos a los ciudadanos esa opción. Con la promesa de que nos atenderían como toca. El Ajuntament les impuso alejarse del puerto y del aeropuerto durante nueve días al mes, una maniobra que tenía por objetivo lograr que esos vehículos circularan por Palma para atender a la población local. Ja, ja, ja. Fue su respuesta.

Durante esos días en los que no pueden hinchar sus bolsillos a manos llenas gracias a los guiris, se dedican a descansar. ¿Resultado? Las calles de Palma vacías de taxis. El palmesano se harta de llamar a todas las centralitas y no consigue ni que descuelguen el auricular. Abandono total. Y ahora lloran. Porque el turismo ha resucitado y quieren deshacerse de las normas de Cort para poder estar en Son Sant Joan y delante de los cruceros todos los días, a todas horas.