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La gente se mueve demasiado, siempre de aquí para allá, curioseando. Se nota que venimos de una raza de cazadores recolectores, nómadas por obligación, que cuando por fin sentaron la cabeza con el invento de la agricultura, y se hicieron sedentarios, no la sentaron del todo. Y de sedentarios nada, porque la característica fundamental de los seres humanos es que casi todos prefieren siempre estar donde no están. Es una manía antropológica, eso de la movilidad. Parece que estar quietos les estresa, se ponen nerviosos, empiezan a refunfuñar. Algunos se largaban sin más ni más, porque sí, y luego al regresar a la aldea contaban toda clase de fantasías fascinantes del viaje, a fin de corromper a la juventud. Que al menor descuido se las piraban también.

La cuestión es moverse. Así se inventó la literatura, en sus inicios toda de viajes, y como los viajes interiores todavía no existían (intentarlo hubiera sido una gilipollez), el mal ejemplo cundió hasta convertirse en la gran industria de nuestro tiempo. Trasladarse, viajar. Movilidad compulsiva. El ejemplo sedentario de Kant, que jamás salió de Königsberg ni de la razón pura, en cambio, no surtió el menor efecto. Porque la gente, en cuanto se inmoviliza, se desmorona y se echa a llorar. De jovencito ya perdí varias novias, incapaz de seguir su ritmo de movilidad. Nunca se estaban quietas, no paraban, aún no habían vuelto de un sitio y ya estaban marchando a otro.

Las dejé ir; espero que hayan sido muy felices. Me vine a Mallorca, que es donde viaja todo el mundo, a ver si así ya no tenía que moverme más. En serio, creo que la gente se mueve demasiado, es un ir y venir agotador. No tiene sentido tanta movilidad y ajetreo, no veo a qué conduce. Cuando aparecieron los móviles pensé que la gente ya sólo movería los pulgares, pero tampoco. Se mueven igual, pero con el móvil en mano. Doble agitación. Quizá no debería decir estas cosas cuando, después de años negros, empieza por fin la temporada de viajeros. Porque aquí vivimos de la movilidad de los extraños, y no de su amabilidad como la pobre Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo. Me disculparé agregando que más vale confiar en la movilidad que en la amabilidad.