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Con nuestro secular sentido mediterráneo de la fatalidad –entendida como inevitabilidad de lo que ha de ocurrir–, plasmada en nuestro genético tanmateix –quizás el rasgo identitario más consistente de los isleños, por encima de la lengua propia–, los mallorquines hemos asistido impasibles al deterioro hasta la putrefacción de aquellos mecanismos con los que el Estado debía de protegernos de la codicia de los servidores públicos corrompidos y de sus instigadores privados.

La actuación del juez Penalva y el fiscal Subirán en el llamado ‘caso Cursach’ no es, por tanto, un mero episodio de exceso de celo de dos funcionarios que se dejaron llevar por sus prejuicios acerca del personaje que investigaban, sino la sublimación de la evidencia de que, en aras a la consecución de una supuesta justicia material –en la hipótesis más benévola para ellos–, no les importó pisotear los derechos fundamentales de centenares de personas inocentes, algo que ha ocurrido en este caso y en muchos otros con diferentes actores.

Cuando, hace poco más de una semana, a escasos días del inicio de las sesiones de juicio, el fiscal Carrau dejaba caer de su escrito de acusación a muchos de los primigeniamente investigados, quizás se aliviaba el sufrimiento íntimo y familiar de todos esos ciudadanos, pero no se hacía, en absoluto, justicia.

Porque la propia Fiscalía Anticorrupción fue la que acuñó esta perversa manera de operar cuando, recién creada, asumió el objetivo de investigar delitos de corrupción política en Balears, convenientemente alentada por otros políticos de signo contrario a los investigados, que no buscaban otro fin que el de librarse definitivamente de sus incómodos adversarios, y, solo circunstancialmente, que se castigasen comportamientos poco edificantes que, en cambio, jamás apreciaron entre sus compañeros de filas. La ceguera ideológica es la peor, y en Més y el PSIB la han padecido severamente, convenientemente auxiliados por una prensa de extrema derecha que, a Dios gracias, desapareció del mapa insular.

Anticorrupción, consciente o inconscientemente, se prestó a este juego y además, aportó infames estrategias de reblandecimiento masivo de testigos, consistentes en imputar a decenas de personas por la mera sospecha de que algo debieran conocer de lo que se investigaba, y mantenerlas en esa inhumana situación hasta que ‘cantasen’ –en demasiadas ocasiones, patrañas para lograr su desimputación– o, en el peor de los casos, hasta el mismísimo día en que iban a ser enjuiciados por el tribunal.

Si imputamos a mil personas, a buen seguro que en unos meses alguna de ellas nos cuenta un comportamiento inconfesable de otra de las 999 restantes. Pura seguridad estadística.
Tan zafia manera de proceder, defendida muchas veces por sus promotores con sofismas equivalentes al clásico ‘el fin justifica los medios’, es sencillamente inconstitucional, uno de los más burdos ataques a los derechos fundamentales perpetrados desde las instituciones en Balears.

Penalba y Subirán probablemente acaben pagando el pato, no solo porque en lo personal lo merezcan sobradamente, sino porque con su histrionismo y su hiperbólica actuación, han acabado desnudando un modo de conducirse en la Justicia que no fue tan excepcional como ahora se pretende.