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El país no lo gobiernan economistas, sino políticos y estos son especialistas en vender motos, humo y lo que haga falta. Son los reyes del eslogan, de la pancarta, del delirio. Por eso tanto aquí como a nivel nacional los que mandan nos pintan un paisaje idílico en el que vivimos bebiendo hidromiel y comiendo gambas.

El paraíso, vaya. Luego nos dicen que España está en los últimos puestos en movilidad eléctrica en Europa y que existen catorce mil puntos de recarga frente a los 45.000 que estaba previsto instalar para este año porque es un segmento que no acaba de cuajar. La noticia me sorprende cero. Nada que aluda al retraso endémico español me sorprende. Es lo esperable. Y no porque los españoles sean más carcas y no quieran subirse a ese carro de lo eléctrico, sino porque económicamente resulta inviable. Me aburro de decirlo, pero llevamos desde la crisis de las subprime de 2008 en un limbo del que no logramos salir, una especie de suspensión en el eje espacio temporal.

Es decir, con los salarios de entonces –han pasado catorce años– y los precios de mañana. El parque automovilístico español tiene una media de trece años, coches viejos, contaminantes, ruidosos. ¿Será que a los ciudadanos de este país no les gusta estrenar coche o les da pereza? No compran porque no se lo pueden permitir. No tienen pasta. Y los precios no han dejado de subir. Infinitamente más si miramos el coste de cualquier vehículo eléctrico. En las comparativas, cuesta entre cinco mil y quince mil euros más que uno de gasolina o gasoil. Y eso, al españolito de a pie –no digamos si es joven, precario y mal pagado– le da vértigo.