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Cada vez tengo menos dudas respecto de que la mayoría de quienes vivimos la circunstancia histórica de aprobar en referéndum la Constitución de 1978, cuando eso se dio nos hubiéramos conformado con mucho menos; quizá por eso no escatimamos en renuncias, que actualmente algunos no comprenden o entienden su persistencia. El ‘cambio’ era la palabra de paso; y todo estaba en función de lo preciso para llevarlo a cabo. Podemos afirmar, por eso, que a la Constitución la adoptamos sin conocerla bien. Lo que tampoco es tan raro, pues es lo que ocurre al adoptar un hijo. Y alguna analogía hubo en ello.
Junto a valores y derechos fundamentales sobre los que se construiría el edificio constitucional, hubo prescindencia de aspectos sobre los que pudieran darse futuros reparos. El título octavo es un ejemplo de oro. Pero no único. Se dejaron, en suma, bastantes cabos sueltos, que el presidente Sánchez, con su infinita audacia ha tirado de ellos. Si pudo es porque podía. Pura tautología. A lo que, por pudor democrático, no se atrevieron los anteriores presidentes.

El entramado constitucional se construyó desde el recelo al pasado, cierto, pero también en la esperanza de buena fe y lealtad en el futuro; dando por sentada la existencia de un consenso básico y, sobre todo, sincero sobre lo aprobado y lo que debería aprobarse. ¡Craso error!
Los consensos constituyeron limitaciones solo para unos. Para otros la deslealtad ha sido la constante. Los nacionalistas dejaron esparcido el veneno de las ‘nacionalidades y regiones’ y competencialmente el posible vaciamiento del Estado. Los partidos políticos, con la inestimable cooperación de la ley electoral, han consolidado una verdadera partitocracia. Sin arbitrar ninguna medida para garantizar que su estructura y funcionamiento fueran democráticos.

Y últimamente, los atajos del presidente Sánchez, nos han evidenciado los más graves déficits democráticos del sistema, como son los que se dan con la ausencia de separación de poderes del Estado. Pues, el ejecutivo, ejerce la iniciativa legislativa y legisla exageradamente por decreto-ley; lo que no es sino retención en manos del ejecutivo de poder legislativo. Indulta hasta contra la opinión del Tribunal Supremo, lo que resulta retención de poder judicial en la mano del ejecutivo. De insistir en esos déficits, lo que, a la vista del talante del personaje que nos manda es previsible ocurra, el suicidio democrático pronto estará servido.