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El término underground se popularizó en los años sesenta del siglo XX. Se refería a movimientos de resistencia cultural y política contra los gobiernos dirigistas, y de miras bien estrechas, que surgieron en las democracias liberales, en dictaduras ni pensarlo, tras la Segunda Guerra mundial. De origen en Estados Unidos, contra la guerra de Corea, luego la de Vietnam, el concepto definía a expresiones subculturales; modos de pensar alternativos contra las doctrinas culturales oficiales y el pensamiento del establishment dominante. La revolución musical de la generación beat, el rock, los hippies, y todo el catálogo de ismos que han seguido, lo undergound tenía la singularidad unificadora de oponerse a la dictadura cultural del momento. Directrices de lo correcto y de lo bueno dictadas por los gobiernos, en los estados dictatoriales, o por la presión de grupos de intereses en las democracias. Es imposible, a modo de ejemplo, no tener en cuenta la importancia de las grandes producciones de Hollywood, difusoras de ideologías conservadoras, a la hora de entender la unificación y el imperialismo cultural que experimentó el mundo occidental. Esa ‘cultura Hollywood’ con la división maniquea entre buenos y malos, héroes y villanos, a mi modo de ver, está detrás de la implosión cultural e ideológica que se evidenció, simbólicamente, con el atentado de las Torres Gemelas en 2001; en plena euforia de globalización.

Ya bien entrado el siglo XXI, las secuelas de la crisis del 2008 con el empobrecimiento de las clases medias y la ruina del tejido social, con la crisis anímica aparejada, ha supuesto el crecimiento explosivo de grupos conservadores y neoconservadores, reinventándose clisés autoritarios de hace cien años. El todo ‘sistema de creencias vale’, deviene la normalidad sociocultural imponiendo el discurso del ‘todo por el poder político’, para conseguir una transformación social a medida. Trump, sin duda alguna, dio el pistoletazo de salida a la moral de la insolencia, donde las mentiras pasan a convertirse en una versión de lo verdadero. Si, antes, cualquiera podía aceptar que quizás había interpretado erróneamente una palabra o una opinión, ahora esa interpretación subjetiva se ha convertido en eso llamado: mi verdad. Por tanto, absoluta, inamovible e inmatizable: mi verdad se convierte en un credo propio, en mi visión propia y particular de ver el mundo; que solo puedo compartir con otros adeptos convertidos a mi propia visión, que adquiere tintes de revelación quasi religiosa.

Hoy, la cultura dominante es la multiplicidad cultural. Que no es lo mismo que diversidad. Porque lo diverso supone una verdad alrededor de la cual se di-verse, mientras que lo que tenemos hoy son versiones divergentes en mundos paralelos que no se tocan más que cuando, necesariamente, tienen que compartir o competir por el mismo territorio. Territorio físico que no es elástico. Vuelven las guerras por el territorio. La cultura generalista de hoy es el entretenimiento. La loa de lo trivial para no entrar en confrontaciones substanciales. Y en eso, triunfan los movimientos de ultraderecha que no temen defender su verdad. La izquierda, y más la más izquierda, presa de teorías simplistas y grandilocuentes titulares, es incapaz de vertebrar un discurso que, siendo progresivo en libertades y derechos avanzados, apueste a la vez por el pragmatismo necesario, arriesgándose a proclamar su verdad. Causa perplejidad el infantilismo de Podemos respecto la OTAN. Mientras el futuro del progresismo se ha perdido para esa más izquierda, llamada populista, la derecha de los valores tradicionales está ganando el futuro desde el populismo más insolente y pueril.

Mientras la izquierda, y en especial la más radical, no puede liberarse del pensamiento y modos del siglo XX, albergado un sinfín de contradicciones, la primera prevalecer la ideología sobre las emociones, la derecha ha vuelto a poner en el centro los tótems viscerales del pasado. Ir a contracorriente del pensamiento de lo políticamente correcto, resucitar el undergrund, es la única salida a la nulidad esencial que nos invade.