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Dada su trascendencia, me parece oportuno volver a tratar ciertos aspectos de la educación en España. ¿Cómo ha sido posible propiciar tanto bandazo educativo? ¿Cómo se ha llegado a la situación actual? ¿Cómo es que nos hemos entretenido ingenuamente en tirar piedras al propio tejado? ¿Por qué hemos sido cómplices de lo que se ha calificado como el gran fiasco de la democracia? Quizás tan monumental fracaso se contenga en el embrollo que ha supuesto la existencia de las nueve leyes orgánicas que se han parido: Lge, Loece, Lode, Logse, Lopeg, Loce, Loe, Lomce y Lomloe. El dato pone de manifiesto la incapacidad de las fuerzas políticas para consensuar unos mínimos que den estabilidad al sistema y el propio desentendimiento ciudadano respecto al ejercicio de sus responsabilidades cívicas, que las tiene (soberanía).

Todo ello se ha vuelto demasiado enmarañado desde los inicios mismos. Por una parte, el catolicismo presente en la sociedad ha venido presionando, desde la derecha política, a favor de un ideario de creencias, principios y valores, que la izquierda ha considerado, no sin cierta razón, como adoctrinamiento, algo que, al parecer, repelía instintivamente. ¡Qué curioso! Los otrora enemigos del adoctrinamiento se han convertido ahora en la piedra angular de su defensa y puesta en práctica, aunque, eso sí, de signo diferente. Error este del adoctrinamiento en el que se ha venido incurriendo en cada reforma y que debería desterrarse para siempre del panorama educativo en España. Por otra parte, el Gobierno, desde un planteamiento político y no de consenso educativo, ha usado el propio sistema como moneda de cambio para conseguir el apoyo nacionalista.

A todo ello, habría que añadir una problemática de fondo, que sigue constituyendo la gran aportación actual de la izquierda socialista a la educación en este país. Como ha subrayado Catherine l’Ecuyer, en su libro Conversaciones con mi maestra, el socialismo acepta e insiste en «nivelar por la base, despreciar las evaluaciones objetivas, fomentar el antiintelectualismo y dar un peso desproporcionado a la didáctica sobre los conocimientos y a la educación emocional sobre la racionalidad». Si por algo se distingue el sistema anglosajón, trasplantado a España por Rubalcaba con Logse en 1990, es por poner la escuela al servicio del proyecto social y político de turno, es decir, de la izquierda política. En estos momentos, con la Ley Sánchez a partir de los socios cuyo apoyo es indispensable para la permanencia del propio Sánchez en La Moncloa. El aula se ha convertido en una poderosa herramienta política. Digamos que, desde entonces, en España, en la que todo está polarizado, siguen chocando en materia educativa dos modelos irreconciliables: el constructivista, que antepone la felicidad del alumno a todo lo demás (izquierda) y el clásico, que trasmite conocimientos y exige esfuerzo en el alumno (derecha).

El constructivismo de la izquierda otorga al alumno una autonomía intocable que, en palabras de Felipe de Vicente, «no se podía hacer nada que enturbiara esa autonomía: repetir curso, diversificar en itinerarios, proponer pruebas de nivel o exigir esfuerzo (…) Lo importante era que el estudiante estuviera en el aula y entretenerlo, de ahí la importancia del juego». Como ha dicho Gregorio Lurí, estábamos y estamos ante un aula ‘asistencial que regala títulos’. ¡Un verdadero fracaso que el PSOE ha intentando reparar sin demasiado éxito! Tampoco lo tuvo el PP con el ministro Wert. Si la Logse no funcionó y si la Ley Sánchez vigente (Lomloe) es un intento, merced a las exigencias de ERC y Podemos, de resurgimiento de la propia Logse, si a todo ello añadimos además la supresión de la Filosofía y la eliminación parcial de la Historia, el futuro será añadir más fracaso al fracaso. El título estará muy devaluado y, lo importante será el Colegio donde se haya estudiado. La propia Ley, vaya contradicción de la izquierda, «el sistema va a generar una desigualdad como nunca antes se había visto» (F. De Vicente).