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Por si no se habían enterado, el pasado fin de semana tuvo lugar un referéndum tan vital para nuestro futuro político como el que inquiría a los ciudadanos si preferían una monarquía parlamentaria o instaurar una nueva república como forma de Estado en España.

Convocaba la autodenominada Plataforma Consulta Popular Estatal Monarquía o República, a cuyo llamado acudieron nada menos que 82.000 desenfeinats. Lo chusco del asunto no es que venciera abrumadoramente la opción republicana –algo bastante previsible–, sino que incluso hubo 4.731 monárquicos que se sintieron interpelados por esta convocatoria, y hasta 780 personas más que se molestaron en acudir a estas urnas de la Srta. Pepis para acabar votando en blanco, es decir, ciudadanos a quienes les importa un bledo la forma del Estado, no se sabe bien si porque lo que realmente consideran importante es si España es o no una democracia avanzada, o bien porque les trae al pairo quién sea el jefe del Estado y cómo resulte elegido o ungido.

Lo que más daño hace a la causa republicana española es la caricaturización permanente de la misma y la invocación como referente edulcorado de la malograda II República. Mientras la república sea el juguete en manos de una izquierda intolerante es poco probable que los republicanos de centro y de derecha –entre los que me cuento– se sumen a cualquier iniciativa común que pretenda abolir el reinado de Felipe VI o de su heredera y sustituirlo por un mal remedo soviético.

Porque, mal que les pese a PSOE, PCE y a sus secuelas políticas actuales, la II República se fue al traste cuando, tras la victoria de las derechas en las elecciones de 1933, la izquierda se conjuró para acabar con ese régimen burgués y comenzó a trabajar con ahínco, bajo los auspicios de líderes socialistas como Francisco Largo Caballero, para instaurar en España, por medio de una violenta revolución, la dictadura del proletariado, eufemismo con el que, junto con el doble y cruelmente falso de ‘democracia popular’, se acostumbra a designar a las tiranías de izquierdas como son la no tan extinta URSS, China, Corea del Norte, Cuba y todos sus restantes satélites asiáticos, africanos y americanos. Dan miedito a cualquier ciudadano de bien, monárquico o republicano.

Pero si la república que promueve la izquierda adolece de demasiados puntos oscuros, la monarquía española no le va a la zaga. Nuestro emérito rey de Oriente llega esta semana tras pagar con su dorado destierro de facto su exceso de codicia y su confeso fraude fiscal. Nuestro mayor referente de la Transición, quien con Adolfo Suárez capitaneó la llegada incruenta –atentados de ETA y GRAPO al margen– de la democracia parlamentaria, es, querido lector, un presunto delincuente –y bien que me pesa reconocerlo–, a quien solo ha salvado del banquillo y quizás de una severa pena de prisión, en unos casos, la inviolabilidad constitucional de su figura –que no deja de ser un privilegio medieval–, la prescripción de los delitos en otros, y la penalmente escandalosa regularización fiscal de las grandes fortunas defraudadoras, en los demás. En suma, de comportamiento ejemplar, nada de nada.
Dicho esto, no hicimos la Transición para volver a tener exiliados, por lo que me alegro de que pueda regresar a su país.