TW
0

Hay personas que tienen poderes mágicos, aunque a veces ni ellos mismos lo sepan. Algunas son capaces de encontrar agua, de saber el punto exacto donde hay que excavar para hallar la veta de un pozo. En pueblos antiguos había expertos en encontrar tesoros enterrados. Hombres o mujeres que sentían el brillo del oro como una canción que resultaba fácil seguir. Buscaban su rastro hasta encontrarlo, quizás en el interior de una cueva o una gruta, puede que enterrado en un bosque.
Hay personas cuyas manos tienen un poder sanador. Si las ponen en nuestra frente, calman dolores de cabeza o del alma. Hay quien tiene la saliva con el poder de curar las heridas que deja el fuego en la piel. Otros saben hacer con su cuerpo malabares increíbles. Unos pocos tienen el don de la profecía: sus palabras son como los augurios de Casandra, como el canto de las sibilas. Conozco a quien tiene el poder de la palabra.

Siempre he pensado que las palabras son un instrumento, un camino o un arma. Nos ayudan a aproximarnos a los otros pero también a alejarlos para siempre. Nos dan valor, fuerza, osadía. Nos ayudan a vivir. A veces nos matan. Aquellos que poseen el poder de utilizar bien las palabras, como si fuesen un conjuro o una plegaria, son muy afortunados. Mi padre tiene esa capacidad mágica. Lo aprendí cuando me recitaba cuentos o me leía fragmentos de sus libros.

Vi como todo él se convertía en palabra intensa, ondulante, llena de vida. Por el poder de su voz aprendí a amar las historias, las que nos explican, las que leemos, las que inventamos. Entendí que las palabras nos sirven también para crear ficciones, bellos relatos que es maravilloso compartir. Y que los seres humanos no podemos existir sin esas ficciones que crean interrogantes y dan respuestas a la vez. Necesitamos historias para sobrevivir.