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De forma prácticamente simultánea, la pasada semana se hicieron públicos, por separado, una serie de datos demográficos de nuestra comunidad que invitan a la reflexión y que conviene analizar de forma conjunta. Por una parte, se confirmó la palpable tendencia a la sustitución poblacional, una dinámica irrefrenable, de manera que más del 46 por ciento de los residentes en nuestras Islas ha nacido fuera de ellas. Me atrevo a decir, sin temor alguno a equivocarme, que, si excluyésemos de ese estudio a Menorca, el porcentaje rozaría o incluso superaría la mitad de la población. Y en esa mitad restante de nativos, una proporción considerable nada tiene que ver con quienes repoblaron las Islas a raíz de la conquista cristiana del siglo XIII, esencialmente de origen catalán.

De otro lado, este porcentaje tan bajo de nativos es compatible con el hecho de que quienes fuimos alumbrados en Balears estemos muy apegados a nuestro terruño y que, junto con las Islas Canarias, lideramos el escalafón de comunidades en las que quienes en ellas nacen permanecen a lo largo de su vida, con casi un 92 por ciento. Dicho de otro modo, pese a que a los baleares no hay quien nos mueva de aquí –el apego a la respectiva roqueta es mayúsculo– solo somos hoy la mitad de la población residente.

Obviar estos datos y sus secuelas a la hora de configurar cualquier propuesta política o incluso meramente social es, simplemente, un despropósito, una miopía rayana en la ceguera más absoluta.
Podemos –y debemos– intentar preservar nuestras raíces históricas, pero estamos a un paso de que no sean más que las prevalentes –ya veremos por cuánto tiempo más– entre una diversidad de orígenes, culturas, lenguas, credos y costumbres de lo más diverso. La progresía proclama los beneficios de la multiculturalidad al tiempo que, en realidad, no parece dispuesta a aceptar ninguno de sus efectos secundarios, que no son pocos y, desde luego, no son todos negativos.

Aceptemos, pues, que la inmigración –interior o exterior– no es un problema, –algo con lo que estoy plenamente de acuerdo–, sino un imparable fenómeno social que acarrea diversas consecuencias, de más fácil o más difícil asimilación por parte de los aborígenes. Hasta mediados del siglo XX, y durante setecientos años, nuestras Islas fueron justamente eso, nuestras. Luego, llegó la inmigración patria propia del desarrollismo, conformada por miles de trabajadores peninsulares –los forasters, dicho sea sin carga despectiva alguna–, y, a remolque del turismo, otros tantos miles de ciudadanos europeos, muchos de los cuales han acabado haciendo vida entre nosotros de forma permanente.

Pero la presente centuria es la que ha acabado definitivamente con esa sociedad relativamente homogénea que aparecía en el cliché de la balearidad, produciendo una auténtica explosión demográfica producto de la migración europea, americana, asiática y africana que ha transformado nuestra realidad. Hablar hoy de identidad en lugar de hacerlo de intereses comunes es una tentación nacionalista legítima, pero a todas luces errónea. En esta nueva aldea global, de la que la comunidad balear es una muestra evidente, o empezamos a tener claro que la mixtura social es un hecho, o acabaremos cayendo en la frustración y la melancolía.