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Equipos policiales y forenses de varios países, también de España, investigan en Ucrania, sobre el terreno, si se han producido crímenes de guerra. Se comprende que para el resultado formal de esas pesquisas haya que ceñirse al protocolo establecido por el Tribunal Internacional que se ocupe del caso, pero no sería necesario investigar nada, pues la propia guerra es un crimen. Un crimen de lesa humanidad.

En tanto Putin preside en Moscú los fastos del Gran Desfile del 9 de Mayo, de la Victoria en la Gran Guerra Patria, aún permanecen sepultados en las ruinas de un colegio de Lugansk los cadáveres de las decenas de civiles que, en la víspera, creían hallarse allí a resguardo de sus bombas. También es muy probable que aún queden bajo los escombros de lo que fue el teatro de Mariúpol miembros y restos calcinados e irreconocibles de las 600 personas, ancianos, madres y niños sobre todo, que fueron reventadas, igualmente, por designio de ese tipo que ayer intentaba componer un gesto compungido.

La guerra es un crimen, el Gran Crimen que abre la espita por la que salen, tiznados de sangre y vísceras, todos los demás. La guerra es una cosa de hambre, de oprobio, de violaciones, de miseria, de piojos, de huérfanos, de miedo, de cadáveres insepultos, de pillaje, de carne rota y de terror. No hay nada grandioso en ella, salvo el gigantesco crimen contra la humanidad que es, así la de Hitler al invadir la Unión Soviética, como la de Putin al invadir Ucrania.

Para los muertos, los grandes heridos, los mutilados, los enloquecidos por la guerra no existe la Victoria, así pertenezcan al bando vencido o al que cada año celebre el triunfo con paradas militares y discursos. Las bombas de Putin caen sobre los hospitales, los teatros, los colegios, las fábricas, los puentes, los silos de grano y las estaciones ferroviarias, pues la guerra se trata de eso, de erradicar la civilización, la civilidad.