A veces, en mis aulas llenas de alumnos a rebosar, me paro a contemplarlos. Cada año igual de jóvenes, cada año distintos. Me encanta su energía y me desconcierta su desencanto. Son criaturas enérgicas que pueden caer en la apatía más absoluta. Ha pasado muchísimo tiempo desde que fui como ellos, y hoy la realidad es muy distinta. Los adolescentes viven apegados a la tecnología. Podría decirse que los móviles se han convertido en una prolongación de sus cuerpos. Tienen móvil con la batería cargada, luego existen. Si lo pierden o no pueden acceder a él, se les derrumba el universo.
Tienen conversaciones intensas por Whatsapp pero no se atreven a conversar mirándose a los ojos. Prefieren enviarse mensajes de voz grabados en vez de tener un diálogo telefónico.
Para ellos la señal de visto en un mensaje es una ofensa si no recibe respuesta inmediata. Es decir, se ofenden cuando lees un wasap suyo y no lo contestas de inmediato. Se trata de una ofensa comparable a la de que alguien te colgase el teléfono adrede y en plena conversación. Algo incomprensible e imperdonable. Son impacientes, exigen la inmediatez. No conocen el placer de la espera, esa sensación de aguardar que acrecienta las ganas de todo. Por suerte, a su manera, a través de otros lenguajes, siguen enamorándose. No han olvidado las mariposas en el estómago, la emoción de encontrar al otro, el deseo de vivir.
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