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No resulta muy aventurado pensar que nuestras Islas siempre han estado en venta. No sería capaz de afirmar que la primera operación que marca esta tendencia fue cuando el Arxiduc se paró en sa Pobla para comprarle al terrateniente Juan Serra Verdal la possessió de Miramar. Todo siempre ha cambiado de manos e incluso eran los propios payeses los que al prosperar compraban las tierras productivas para no tener que vincularse mediante contratos de aparcería. La tierra tenía su función exclusivamente productiva. El mar no era un lugar de goce masivo y las casas en los puertos pertenecían a los pescadores. Ha cambiado el precio y los protagonistas de las historias. Lo que antes era un Arxiduc errático, culto y bohemio se ha convertido en millares de ricos que pueden, gracias a la globalización, trabajar, residir o veranear en nuestras Islas.

La Mallorca rústica ha desaparecido y la residencialización del campo ha sido una consecuencia normal de la mala planificación urbanística de las capitales y pueblos. Gran parte de la sociedad, además, prefiere vivir alejada y tranquila. Todo este panorama no hace que resulte extraño leer titulares como los que nos advierten que los franceses están comprando Menorca y que algunos futbolistas, multimillonarios y famosos están abandonando Mallorca. Todo es cíclico y también algún día los franceses se cansarán de una Menorca que aún sigue siendo muy atractiva por tantos atributos. Lo que ya no volverá es aquella Mallorca rural de mallorquines y que con la industria se abrió masivamente a peninsulares que forjaron un nuevo destino en esta Isla o nuestras Islas hermanas (para entenderlo es imprescindible leer, sentir y reflexionar el poema Els forasters de Damià Huguet). Ahora ya es imposible y resultan chocantes esos comentarios que apelan a los nativos y a la defensa de todo lo que hemos dejado perder. El legado milenario se ha desvanecido con demasiada facilidad y basta leer publicaciones que pronto serán centenarias como El Terruño que narra una Mallorca agrícola que parece una fantasía. Ahora entiendo el valor de esos papeles antiguos que intentamos activar de nuevo sin ningún tipo de éxito ni fortuna.

A veces pienso que somos incapaces de entendernos y de superar el cortoplacismo en el que nos hemos instalado. También se ha extendido una infelicidad generalizada que es fruto de no entender nuestro modelo turístico y la gestión de nuestros recursos y paraísos. La especulación ha sido demasiado fuerte. Ya lo dejaba claro en estas páginas el reportaje sobre el futbolista que deja la Isla: «Son Vida se ha convertido en una enorme obra. Han arruinado la zona. (…) Para nosotros venir a Palma era una ilusión, pero eso pasó». Debe preocuparnos que esto pueda afirmarse de toda Mallorca y, sobre todo, que los que perdamos la ilusión seamos los que vivimos aquí. Todo legado conlleva mantenerlo y disfrutarlo.