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Que Vladímir Putin quiere entrar en la historia ha quedado claro ya desde hace tiempo. Lo malo es que ha elegido la forma más brutal de hacerlo. Lleva ya 22 años en el poder, y durante buena parte de ellos ha dado sobradas muestras del crecimiento de su soberbia política y del desprecio absoluto que experimenta hacia sus compatriotas. En más de una ocasión ha declarado su incondicional admiración por Pedro el Grande, un zar conquistador al que cuando menos animaba el deseo de modernizar a su pueblo. Por cierto que en una de sus expediciones guerreras el citado conquistó territorios desde Finlandia hasta el Mar Negro, incluyendo Ucrania meridional.

Sea como fuere, la modernidad no es asunto que preocupe a Putin, él, por el contrario, aspira a volver a un pasado de dominio prácticamente imperial. Y para ello recurre a toda cuanta estrategia legal existente, y de no ser así, la inventa. Veamos, por ejemplo, la reforma de un artículo –de las hoy popularmente conocidas como «leyes del Kremlin»– llevada a cabo el 3 de marzo de 2022, es decir, pocos días después del comienzo de la invasión de Ucrania, que contempla hasta penas de 3 a 15 años de cárcel, por «desinformar sobre el conflicto y desacreditar al Ejército ruso».

Medios de comunicación y portales «cuestionables», desaparecen o son férreamente controlados. Mientras, cualquier esperanza acerca de la modernización de una Rusia que, no lo olvidemos, cuenta con buena parte de una población del altísimo nivel educativo, se desvanece. La guerra sigue y Putin aspira a reforzar ‘su’ poder.