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Nací a doscientos metros del mar –la mar, dicen en mi familia– y aunque no me dedico al mundo marino, llevo sangre salada por las venas. Eso hace que, como la mayoría de los mallorquines, admire cualquier artefacto que flote en las aguas. Desde una chalana hasta un buque anfibio, desde un catamarán hasta un remolcador portuario. Dicen que di mis primeros pasos en la cubierta de una lancha que transportaba pasaje de una costa a otra. Por eso, nada me gusta más que pasear por los pantalanes del puerto de Palma o de cualquier muelle del perfil costero de la isla y disfrutar del sonido artesanal que produce un viejo velero de madera atracado en una dársena.

Cada año, con el permiso de la pandemia y de otras instituciones, el puerto de Palma es el escenario de la International Boat Show, un escaparate náutico con forma de feria que atrae a miles de curiosos para ver las últimas novedades flotantes. Este año, uno de los atractivos más buscados ha sido el yate de Batman. Se trata de un trimarán de 20 metros de eslora que pretende abrir un nuevo estilo de embarcación futurista emulando el Batmóvil de la película, del que no sabes si es un Fórmula 1 disfrazado de yate o un yate preparado para correr un rally. Decían los clásicos que gustibus non disputadum, nada más elocuente para un artefacto que no deja indiferente a nadie. Lo que más me gusta del buque de marras es que es made in Spain.

Diseñado y fabricado en Alicante por manos españolas. Lo que menos me gusta es el precio. Y es que, descubrir el precio de estos futuros pecios es lo que estropea el placer de verlos y amarga la visita a la feria náutica. Así que, como la gran mayoría de los mortales nunca podremos tener en propiedad ni la brújula de uno de estos flotantes, me conformo con soñar que en la vida eterna seré capitán de un velero bergantín como el de Espronceda.