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Cuando la guerra se complicó y soltaron los misiles, el mundo llamado ‘libre’ tuvo que responder. Habiéndose producido detonaciones en las principales ciudades, «a las puertas de Europa», viéndose atacadas las democracias más precarias en el frente oriental, el mundo ‘civilizado’ tuvo que hacer frente a la realidad de una tercera guerra mundial. Los líderes de uno y otro lado no se cansaban de repetir que no habría vencedores ni vencidos. Fue así como devastaron las principales ciudades de todo el mundo.

De pronto, no había en la tierra un lugar donde esconderse. Había refugios nucleares donde algunos ciudadanos podían ir tirando un poco más, enterrados en vida, consumiendo el agua no polucionada y las provisiones que estaban condenadas a terminarse. Una nube de polvo y ceniza, compacta como una enorme campana de plomo, cubría casi todo el planeta. Ya no se veía el sol, y la temperatura estaba volviéndose fría como en la era glaciar. Sin sol, sin agua, los refugios dependían de las corrientes de aire helado para producir energía, y de las plantas generadoras de un agua destilada sin minerales, sin vida. Los cultivos de secano, con luz artificial, eran muy precarios. Para colmo, la contaminación radiactiva lo penetraba todo. Algunos refugios improvisados se convirtieron en tumbas donde los cadáveres se corrompían en actitudes desesperadas.

Mi padre decía que teníamos el mejor de los refugios. Había dedicado su vida a construirlo sin olvidar el más mínimo detalle. Albergábamos algunos animales y plantas, como si de una nueva arca de Noé se tratara. Intentábamos comunicarnos con el resto del mundo, pero no funcionaba ninguno de los medios a nuestro alcance. Pasábamos los días lanzando llamadas de socorro en todas las lenguas posibles y nunca obtuvimos respuesta. Afuera se habían perdido los últimos restos de animales y plantas, y los hombres habían sufrido una catástrofe parecida a la que provocó la extinción de los dinosaurios. También se había acabado la vida en el mar, por culpa de la radiación ultravioleta. Resistimos lo indecible, hasta que llegó el día en que decidimos salir.