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Si algo detestaron siempre los senyors de nuestra añeja aristocracia botifarra fue a los señoritingos de clase media con pretensiones. El término mossó encierra, en el argot mallorquín del senyoriu, el más lacerante de los desprecios hacia ese estrato social urbano. Los senyors mantenían cordiales y hasta afectuosas relaciones con los pagesos y criats a su servicio, pero aborrecían la idea de ser un día sustituidos en la cúspide de la jerarquizada sociedad mallorquina por quienes no podían aducir otros méritos que, en su caso, el dinero.

Ahora que han trascendido las tensiones existentes en Balears a cuenta del liderazgo en el seno de Vox, entre su presidente Jorge Campos y el general Fulgencio Coll, cabeza de la formación en Cort, no he podido evitar rememorar la genial novela de Llorenç Villalonga –Bearn o la sala de les nines– y a sus dos antagonistas, don Toni o Tonet de Bearn y Jacob Obrador i Santandreu, tercer marquès de Collera.

Sorprendentemente, Villalonga profetizó hace setenta años el devenir de los acontecimientos. La transformación social vivida en Mallorca en las últimas tres o cuatro décadas no ha conseguido eliminar, pues, el poso profundamente clasista que impregnó lo más granado de nuestra sociedad desde la Conquista.

El general Coll, de indudable y bien ganado prestigio, es descendiente de una estirpe de políticos, militares y aristócratas, casi siempre ligados a la facción más conservadora de la inmovilista y endogámica nobleza mallorquina.

Su padre, también militar, Fulgencio Coll de San Simón, fue el último gobernador civil franquista de Vizcaya y, tras la muerte del dictador, pasó a presidir la Diputación Provincial de Balears. Como político, uno de los escasos procuradores a Cortes que se opuso a la reforma política de Adolfo Suárez, absolutamente contrario al uso del catalán en la Diputación balear. El abuelo del líder municipal de Vox, Juan Coll Fuster, fue también militar y alcalde de Palma. Su esposa, asimismo, descendiente del conde de San Simón, título nobiliario francés ligado igualmente a la política y la milicia de Mallorca desde que su titular, Louis de Saint Simon, se estableciera aquí en 1795, huyendo del furor revolucionario de su país. Y así podríamos seguir por generaciones.

Jorge Campos Asensi es, por el contrario, un personaje de esa clase media, con ciertos vínculos más o menos directos con el poder económico, que representa a quienes, careciendo de cualquier raigambre mallorquina, se erigen como supuestos defensores de la ‘balearidad’ mientras abjuran de todo aquello –bueno y malo– que conforma nuestras señas de identidad. Campos desprecia cuanto ignora de la historia mallorquina. Es una derecha ultraconservadora advenediza, fraguada en dogmas populistas del franquismo más rancio y con enormes ansias de protagonismo. En Fulgencio Coll, en cambio, ser muy de derechas es casi una obligación dinástica, algo consustancial y mamado desde la cuna, pero para nada contrario a nuestra identidad, sino precisamente inherente a ella, aun con las inexplicables contradicciones socioculturales que anidan en nuestros botifarres, vestigios históricos vivientes que deberían ser declarados como BIC. En 2022, he descubierto que don Toni de Bearn y Jacob Collera siguen aún vivos.