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Algún día, en algún punto (o momento) del tiempo y del espacio, se celebrará algo parecido a un juicio, un gran debate o una suerte de comisión investigadora. De un lado se situará alguien, o algo, parecido a un planeta; una figura ligeramente esférica caracterizad en tiempos, por su color azul, un tanto apagado ya pero que fue muy brillante y se captaba –o así lo recogerán algunos testimonios– desde miles de kilómetros de distancia. Del otro lado, habrá una representación de quienes se habían sentido dueños de sus destinos. En esa suerte de juicio, debate o comisión investigadora se incidirá mucho en algo que ocurrió en los primeros años del siglo XXI, afinando más se citará el año 2020 o los meses que fueron entre marzo y diciembre de aquel. Habrá quienes se centren en relatar lo sucedido en un espacio minúsculo de aquel pobre planeta, unas Islas donde (al igual que en casi todo aquel pobre planeta) hubo ocasión de desandar el camino andado.

Relatarán a ese tribunal comisión o lo que sea: los aviones dejaron de volar, la aves ocuparon su espacio, la gente dejo de gritar, se llegó a oír el silencio, algunos seres vivos recuperaron espacios que les habían quitado, todo fue más despacio y hasta hubo quienes diseñaron teorías filosóficas y económicas para lo que parecía un tiempo nuevo. «Sí, sí, por primera vez logramos lo que nunca habían tenido generaciones anteriores, la posibilidad de vivir una segunda oportunidad», contarán.

Incluso –y ante eso prestarán atención especial desde la comisión investigadora o tribunal– hubo ocasión, en un lugar llamado Mallorca, de probar algo que sólo parecía propio de las novelas: los viajes en el tiempo. Entre mayo y julio de 2020 fue posible retroceder 40 años atrás y regresar a playas y espacios que ni las generaciones inmediatamente anteriores ni las que vinieron después llegaron a imaginar. Luego todo estalló.