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David Machin, un académico británico, estudió hace ya unas tres décadas los hábitos de compra de periódicos en Valencia. Quería entender por qué unos compraban Las Provincias y otros Levante durante toda sus vidas, indiferentes a los cambios en los contenidos. Descubrió que un componente clave en la decisión de compra era el ‘qué dirán’. ¿Qué pensarán quienes me vean comprar un periódico diferente al de siempre, al que por tradición le corresponde a mi familia, a mi rango social, a mi profesión? Esto no significa que todos compren un periódico sólo por ese motivo, pero indica que ese acto es una herramienta de construcción de la identidad social, según Machin. ¡Y los periodistas nos pensábamos que nuestras exclusivas eran omnipotentes!

Pasó el tiempo y los periódicos migraron a Internet, creyendo que únicamente cambiaría el soporte de la información. Sin embargo, ocurrió algo que nadie había previsto: con internet el periódico se puede leer en el dormitorio, sobre una mesa camilla, en una pantalla individual, en privado, sin tener que aparentar nada. Lo que era antes era un acto social, en un entorno público, visible, pasa a ser individual, anónimo, sin rastro. No es únicamente que el quiosquero o los vecinos no sepan qué vemos, es que ni la familia lo imagina.

Dejemos de lado a los que en privado engañan a su periódico de toda la vida; entre los que no han cambiado, descubrimos que ahora ya no les gusta la política. Ni siquiera la actualidad. Ni el periodismo serio. Nos enteramos de que cuando entran online en su periódico, miran secciones y contenidos de los que antes se habrían avergonzado. El acceso personal a Internet ha desvelado intereses reprimidos. Por eso, en los medios, cuando dicen qué noticias son las más leídas, sienten vergüenza: es increíble que esos sean los intereses del público. Lo serio cede ante lo banal; los intelectuales ante los botarates; lo racional ante lo emocional; el debate ante la crónica rosa. Y siga usted que puede llegar muy lejos por este camino.

Esta es la razón del hundimiento del periodismo. De pronto, los lectores que habían sido fieles a una cabecera generación tras generación dejaron de consumir lo de siempre. Unas redacciones con periodistas especializados en vida municipal, crónica bursátil, cultura, arte o debates parlamentarios se encuentran ahora con que su público se ha marchado a las revistas del corazón o, incluso, a las de la entrepierna.

Así es como el periodismo ha descubierto que ahora hay dos tipos de noticias: por un lado las que afectan a las emociones, a los sentimientos y a los instintos y, por otro, las trascendentes, que alteran la vida en comunidad; las que leen todos versus las que no leen ni sus autores. Las primeras no siempre son confesables públicamente, y las segundas son socialmente admirables pero no interesan.
Cuando cayó el muro de Berlín, los alemanes del Este salieron corriendo hacia los grandes almacenes para probarse los vestidos de las marcas ‘chic’; ninguno acudió a escuchar un debate parlamentario de acuerdo a lo que, según los medios, era su mayor carencia. Cuando no hay censura social, vamos a lo que vamos. Y así le va al periodismo. Lo cual, no se crean, tampoco es tan importante.

Hay otra víctima de esta transformación: si el votante es emocional, ¿de qué sirve hacer un programa electoral? La política que surge de las redes y de Internet se hace con las vísceras, apelando a las emociones, con caras guapas, frases llamativas, eslóganes. Ni la realidad, ni la economía, ni la obra pública, ni los pobres tienen importancia en la intimidad del hogar, cuando nadie nos ve. Un poco fuera de foco se esconde otro responsable de este cambio cultural –la palabra ‘culpable’ sería absurda–: Walt Disney.

En otra prueba de su genialidad, Disney había construido una narrativa que casa perfectamente con las debilidades emocionales humanas, agrupando mitos simples y profundos sobre la bondad y la maldad, la fuerza y la debilidad, el amparo, el grupo, la tribu, los nuestros y los otros que, en la práctica, se ha convertido en el vocabulario y la gramática de una emocionalidad mediática en la que el periodismo superviviente y la política han de encontrar su futuro. Disney es el lenguaje mediático de hoy, el único que llega.

Este ser humano, alimentado en la simplicidad y la dicotomía, sin concesiones a la razón, sin profundidad, vive de buenos y malos, de ricos y pobres, de amigos y enemigos. Allí abreva la política de hoy. O agoniza, más bien. Como el periodismo, que tendrá que contentarse con las minorías, incapaces de financiar la estructura que viene del siglo pasado.