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En Arabia Saudí, uno de esos pilares en los que se apoya la «tradicional amistad de España con los países árabes» que formalmente se apoya en el intercambio de regalos, caballos cartujanos y halcones –y más profundamente en negocios de lo más turbio–, se está produciendo un fenómeno que podríamos considerar ya clásico. En cada ocasión que el príncipe heredero, Mohamed bin Salman, anuncia una reforma aperturista, no tarda en compensarse con una serie de ejecuciones pendientes. Bin Salman, responsable último de la monarquía absoluta en el país, ha logrado que éste tenga una de las tasas de ejecuciones de la pena capital en todo el mundo. Por el momento, y estamos ante una cifra de macabro baile, en lo que va de año, se han superado ya las decapitaciones (es el método más habitual) del pasado. Nada menos que 81 personas han sido condenadas a muerte y ejecutadas por crímenes «relacionados» con el terrorismo, a los que muchas veces cuesta encontrar una base jurídica seria que justifique la brutalidad del castigo. Pensemos que en Arabia Saudí, la Constitución se fundamenta en la Sharia, la ley islámica que llega a permitir la aplicación de la pena capital en casos de homicidios, violaciones, ataques a mano armada, brujería, apostasía y homosexualidad. Ante tal panorama, la mayoría de reformas sociales y económicas que viene impulsando Bin Salman desde hace unos años, quedan en casi nada. Lo cierto es que se continúa persiguiendo y castigando la disidencia, muchas veces a la descarada ante los ojos de un ciudadano del mundo que de seguir así las cosas en breve no tendrá adónde mirar para no encararse con la injusticia y la violencia.